Dicen que una imagen vale más que mil palabras, y seguramente es verdad. Pero hay imágenes que no se pueden fotografiar; aunque se haga, no comunica lo mismo que la visión de la imagen real. Y esas imágenes sin fotografíar, ¿cómo transmitirlas sin palabras?
Ay, las palabras, las palabras...
Así que he decidido empezar una nueva "sección" de mi blog, Estampas de Calcuta, cuyo propósito enseguida podréis adivinar tanto por el título como por mi introducción de hoy.
El metro es uno de esos lugares en los que está prohibido hacer fotografías, pero aunque una las hiciera, esas fotos se quedaría cortas, escasas, incompletas.
El metro es un lugar interesante. Bueno, esto no es cierto: el lugar no es lo interesante, sino la gente en el metro es la que es interesante. Diréis que la gente del metro es la misma que la de fuera del metro, y no puedo negar esto: pero en el metro, puedo observarles con calma (¿qué otra cosa hay para hacer en el metro que no sea mirar a la gente?), su comportamiento, sus caras cuando hablan con alguien o cuando no hablan con nadie (cosa que fuera del metro no suele suceder).
Hoy, por ejemplo, cuando volvía a casa después de la clase de hoy, en frente de mí estaba un matrimonio indio con un niño pequeño, de unos cinco años. Me fijé en la mujer, en su manera de taparse con el sari todos los trozos de piel visibles en cuanto entró en el metro, siguiendo a su marido, con el niño a sus pies. Era una mujer muy alta, con el pelo muy negro apretado en un moño, con la piel también oscura, ojos profundos como todos los indios. Tenía una mandíbula cuadrada llena de determinación, y un rostro rectangular, fuerte. Emanaba fuerza y carácter. Pero sus ojos eran dulces, un poco ensimismados, más infantiles que el resto de su cuerpo. Miraba sus manos, sujetando a su hijo, y parecían viejas, al igual que su piel. No cuadraban con esos ojos jóvenes.
El marido era pequeñajo, consumido, y caminaba encorvado. Tenía una calva ya notable, pero un bigote resplandeciente. Vestía una camisa azul a rayas y unos pantalones grises viejos, demasiado largos para su baja estatura. Era bastante más viejo que su mujer.
Entonces me fijé en el chaval, de unos cinco años. No se parecía a ninguno de los dos, excepto en los ojos, y tenía las pestañas más largas que he visto nunca. Vestido como el padre, pero con unas deportivas chiquititas, era un pequeñajo muy enérgico. No paraba de moverse, gesticular, hablar con sus padres, mirar a todas partes y hacer muecas. Es el primer niño indio al que veo activo en el metro, y el primer niño indio al que veo hacer muecas, ya sea en el metro o en la calle. Normalmente los pequeños indios son tan tranquilos y miran al mundo con esos ojos enormes, llenos de calma, que no parecen niños. Este, sí.
Si el niño tenía unos 5 años, ¿cuántos tendría la madre? Parecía mayor, pero sus ojos la delataban; y la edad de su hijo también, Imaginé que si se casó a los 25, como muchas indias, ya que es una edad un poco límite para las chicas, y ya habían pasado cinco años desde entonces al menos, debía tener unos 30 o 32. Sin embargo, parecía de 40 años. Y el padre, diez años más, mínimo. Quizá no era el primer hijo, pero aunque tuvieran más más mayores, aquella mujer no podía ser tan vieja. Ella no llevaba mucho oro, apenas un collar (el mangalsutra), y un par de pulseras entre los conjuntos de pulseras rojas que le adornaban las muñecas. Al principio pensé que sería bengalí, pero no eran las mismas pulseras que llevan las mujeres casadas bengalíes. Y tenía unos anillos en los pies, y me he dado cuenta de que las mujeres bengalíes casadas no los llevan. Además, su sari era de tela sintética y bastante feucho: hasta las bengalíes más pobres llevan saris más coloridos y bonitos que ese, y normalmente nunca usan una tela sintética, sino algodón. Los hombres son más o menos iguales así que es difícil adivinar, aunque algunos tengan una cara muy bengalí.
Entonces me quité los cascos (acostumbro a escuchar música en el metro, sobre todo a la vuelta del trabajo, para empezar el relax) y escuché que no hablaban bengalí, sino hindi. Bien, pensé, mis suposiciones eran acertadas. Seguramente serían biharis, que son la comunidad hindi-hablante que más abunda en Calcuta, además de los marwaris, pero esos son harina de otro costal.
La madre sonreía como una jovencilla de 20 años a las palabras de su hijo, que era toda una revolución de personaje, y pensé que cuando él se hiciera mayor, no adoraría a nadie como a su madre. ¿Cuántos años tendría ella entonces? Los veía delante de mí con veinte años más, la mujer ya más gorda y ajada, con el mismo sari, el hombre más cansado y con más canas, más encorvado aún. Y el niño ya no niño, sino hombrecillo, ayudando a su madre con la bolsa y hablándole de los precios de las cosas en el mercado, porque sabe que es un tema que a ella le importa y del que le gusta quejarse.
Después de salir del metro me fui a tomar un té a un sitio que sé que está abierto después de las ocho (que no todos lo están), que es tranquilo y donde me puedo sentar: en el callejón al lado del centro comercial y tienda de ropa que hay cerca de mi casa. Allá fui, y nada más pedir el té y sentarme en el banquito, salieron de la puerta trasera del centro comercial un montón de chicos jóvenes, cinco o seis: cuatro de ellos llevaban a otro, altísimo y delgadísimo, en los brazos. Lo metieron en un taxi que estaba en la misma puerta, y que me había extrañado que estuviera allí, pero al que no le había dedicado ningún pensamiento más.
El chico larguirucho debía estar inconsciente. Los jóvenes hablaban excitados. Todos, incluido el inconsciente, vestían la misma ropa: camisa negra brillante, pantalones y cinturón negros. Eran los dependientes de la tienda de ropa. Hablaban en hindi y bengalí, aunque no pude entender ni palabra de lo nerviosos que estaban. Dos se metieron en los asientos de atrás del taxi, con el desmayado en el regazo. Otro vino corriendo con el casco de una moto. Otro hombre, más mayor y con otro uniforme, que parecía su jefe, les daba instrucciones. Todos asentían. Mientras, otros chicos y hombres que habían estado mirando la escena, se acercaban a enterarse, a preguntar qué pasaba, con cara de preocupación. No era curiosidad, era preocupación, o eso me parecía leer en sus rostros. Sorpresa y preocupación, aunque aquel chico inconsciente no fuera un conocido suyo.
Por fin el jefe se metió también en el taxi, que desapareció: el otro chico de la moto les seguía. En la calle, algunos curiosos: entre ellos un chaval que parecía de primero de universidad, con camiseta morada de un grupo de rock, vaqueros, gafas de pasta y un pelo largo y rizado de esos que nunca han visto un peine, charlaba con uno de los dependientes vestidos de negro. Pronto apareció el hombre del té, y tomaron uno cada uno, mientras seguían charlando sobre lo que acababa de ocurrir.
Me asombró la rapidez con la que tantos compañeros ayudaron al inconsciente, me sorprendió su nerviosismo, me sorprendió la repuesta de los hombres en la calle: ir a preguntar, preocuparse. Hablar. Pienso en cómo sería si eso mismo hubiera pasado en España, y me parece que ningún viandante o paseante se habría parado a preguntar, a preocuparse por la salud del chico, ni a charlar con alguno de los compañeros.
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Escrito (y experimentado) escuchando: