Esta semana he ido a Salamanca, la ciudad en la que tantos años he pasado. Volver a pasear por las mismas calles, ver los rostros de la gente que me suena, los mismos bares, las mismas librerías, las mismas tiendas, ha sido un ejercicio de memoria y nostalgia. Aunque hay novedades, como siempre, pero los elementos básicos que conforman "mi" Salamanca, siguen ahí: Anaya y Caballerizas, La Alamedilla, La Polémica, El Cambalache y los pinchos de Van Dyck. Y los amigos, aunque cada vez queden menos allí.
La verdad es que cada vez que voy a Salamanca me sorprende el color y la luz del cielo, tan azules, y el color de la piedra rosa de los edificios, el tono amarillo del sol, el verde de la cantidad de parquecillos y jardincillos que tiene. Es algo que es imposible de explicar, en realidad, ni con una foto se le hace justicia.
Por supuesto, fui de pinchos, a recuperar las buenas costumbres. Consejo para vegetarianos: si buscas, hay bastante más que tortilla de patatas (o patatas bravas si no comes huevos). En el Monocordio hay unas buenas tostas de queso ademas de una ensaladita de tomate y queso fresco a la vinagreta, en el Casa Vallejo, una tosta de verduras impactante, y antes tenían gazpacho (no sé qué les ha pasado este año), incluso en Van Dyck, donde tantos sitios de carne hay, el queso es un gustazo, y los pimientos de padrón son fáciles de encontrar. Y hay un bar pequeñajo, destartalado, el típico al que iría el lugareño de Van Dyck entrado en años y con camisa a cuadros, llamado "Su casa", que pone unos pimientos rojos asados para chuparse los dedos.
El Monocordio, en Iscar Peyra.
Huevos rotos, un clásico, en Van Dyck
Cada vez que voy a Salamanca, me da pena irme.
Pero me fui, a una boda en Ávila, de una pareja española que conocí en.... ¡Bangalore! Si es que el mundo es un pañuelo. A pesar de haber estado 6 años en Castilla y León, solo conozco Salamanca y un poco de Burgos. Era la primera vez que iba a la ciudad amurallada, a la que siempre he querido ir desde que la vi desde el tren a Madrid.
Ávila, la foto que nunca puedo hacer bien desde el tren (pero se encuentra en el banco de imagénes del Ministerio de Educación)
La catedral, por dentro
La boda
Ávila es una ciudad pequeñaja, en cuyo centro, el amurallado, no debe haber nada más que bares y hoteles y cuatro tiendecitas. El hotel donde se celebraba el banquete de la boda, de 4 estrellas, tenía un aspecto impresionante, digamos que incluso abrumador, sobre todo para alguien no acostumbrado al lujo, como yo. En mi habitación individual había una cama en la que podían dormir perfectamente cuatro personas. Le faltaba un balconcillo un poco más amplio, eso sí.
Cuatro mínimo, digo yo.
Las mesas del banquete
Y pesar de que la recepción, la boda en sí, e incluso yo diría que hasta el aperitivo del banquete fueron estupendos, no puedo decir lo mismo de la comida. No comí practicamente nada, ni siquiera con mi menú supuestamente adaptado a vegetarianos. En vez de la lubina, me trajeron un saquito de pasta filo carente de todo sabor, ni siquiera le echaron sal, relleno de cebolla roja. Que me comí porque tenía hambre, vamos. Luego, en lugar del solomillo crudo, me trajeron un risotto perfectamente emplatado con un molde cilíndrico, que sabía a atún a pesar de ser, como descubrí tras una inspeccción con el tenedor de los contenidos del arroz, que era de setas. Digamos, de champiñones de lata de esos sin laminar.
El risotto: bonito (?) e intragable
El postre fue... apoteósico. El nombre sonaba estupendamente: gulab jamun con helado de vainilla.
Pusieron el nombre para ponernos los dientes largos a los que vinimos de India, está claro.
En mi mente, el gulab jamun:
Mmmmmm..............
Y la realidad: dos bolas demasiado fritas, unas galletas de mantequilla crujientes con formas "indias" (supongo que el elefante se les ocurrió por eso, por que si no, no me lo explico), y un helado de vainilla totalmente insípido.
Moraleja: no comáis nunca nada indio fuera de India. Ni italiano fuera de Italia.
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