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lunes, diciembre 10, 2012

Varanasi Musical

Últimamente, no sé cómo ni por qué, han acabado en mis manos unas cuántas canciones relativas a Varanasi, que han animado un pelín de nostalgia en mí. Las vacaciones siempre son vacaciones...

La primera es una canción del famosísisisisimo cantante Kishore Kumar, en la boca y los movimientos del aún más famoso actor Amitabh Bachchan: A comer paan de Benarés, querido habitante de la ciudad.


La segunda canción es una especie de balada rockera con letra de un poema de un sabio de Varanasi, Kabir. La canción se llama Sadho Re, y está grabada en los ghats del norte de Varanasi y en el centro de la ciudad. Pero lo mejor del video, además de la música, es que expresa perfectamente los sentimientos del recién llegado a la ciudad: yo (y Charline) nos sentimos totalmente identificadas con la niña protagonista.


Y la música de la película Joy Baba Felunath, disponible a partir del minuto 02:30 de este video:


Disfrutad!

viernes, octubre 26, 2012

Con V de vaca o con B de basura: ¿Varanasi o Benarés? (Tercera parte)

Tres días y medio en Varanasi han dado para tanto, que se me hace difícil seleccionar qué vale la pena contar y qué no, para no aburrir, en el blog. He hablado ya de los gali, del caos, del tráfico, de la policía, de los ghats, de la muerte....

Me queda hablar de la comida.

He mencionado que por Varanasi los puestos de samosas surgen de cada esquina como si fueran setas en otoño. Hay demasiados para contarlos. No sólo venden samosas, sino también kachouri, bread vada, jalebi, etc. La típica comida frita de carretera. No podíamos marcharnos sin aventurarnos a probar alguna de estas delicias, así que buscamos un lugar donde estuvieran friendo las samosas y allí esperamos a que nos sirvieran unas bien calentitas con el chutney de acompañamiento. No estaban mal, pero tampoco fueron alucinantes. En Calcuta las he probado mejores.

Sin embargo, hay una cosa que si es mejor en Varanasi que en Calcuta: el lassi. 


Servido en bhar (tazas de barro) como el té, aromatizado con especias y pistacho, el lassi de Varanasi tiene la consistencia y la dulzura perfecta. Perdiéndonos en unos gali después de observar el comienzo de una representación de la Ramlila en un lago sucísimo escondido en medio de la ciudad, dimos con una tienda de lassi que tenía esas preciosidades que veis en la foto expuestas, mientras el dueño, un joven vestido de blanco como todos los hombres de Varanasi (quizá para contrastar con el colorido de las mujeres), batía más yogur con azúcar en un jarrón metálico. Pedimos un lassi para cada una y nos sentamos en la parte de atrás de la tienda. Hombres iban y venían: un cuarentón hombre de negocios, otro que parecía un vendedor ambulante, un musulmán con su barba bien recortada. Todos igualmente amantes del lassi. Incluso nosotras volvimos al día siguiente, antes de abandonar Varanasi.

Esta ciudad tiene fama por los productos lácteos, como el yogur claro, pero también los dulces. Pensé que si la leche de la ciudad era tan famosa, entonces el helado indio, el kulfi, hecho básicamente de leche espesada, aromatizada y helada, debería estar buenísimo. Los tres días y medio que pasé en Varanasi, busqué desesperadamente por cada puesto, por cada tienda, algún letrero que dijera "kulfi", ya fuea en inglés o en hindi (idioma en el que he recuperado un poco de fluidez después de este viaje, ya que en Uttar Pradesh no hablan bengalí). Pero nada. Fue misión imposible. Sin embargo, recomiendo encarecidamente a cualquiera que visite Varanasi, que busque kulfi, lo pruebe, y luego me cuente qué tal está.

La otra gran sensación culinaria de Varanasi fue una pizzeria en Assi Ghat, un lugar que no tiene nada de especial si no fuera por este restaurante y su tarta de manzana. La comida está rica, la pizza es barata (120-150 rupias por una buena pizza hecha en horno de piedra, mientras que en Calcuta una pizza decente cuesta como mínimo 300 rupias). Pero lo mejor, sin duda, es el pastel de manzana con helado de vainilla, un helado cremoso, estilo italiano, que combina a la perfección con el calorcito crujiente y húmedo de la tarta y la manzana. Nada que envidiarle a un apfel strudel o a la "empanada de manzana" de mi resturante favorito de Galicia, el Crisol.



De la cocina de esta ciudad, el plato más conocido es este, el Benarasi Alu Dum, una mezcla de patatas con especias y salsas, para comer con roti.


No tengo foto de la pizza, pero sí de la comida india: un delicioso hariyali dal (lentejas amarillas con muchas verduras) y tandoori roti.


¿No os morís de ganas de probarlo?

Sin embargo, la mejor experiencia de comida en Varanasi no fue esta pizzeria en el Ghat, mirando el Ganges. Podría haber sido bonito, pero para qué voy a engañaros: no lo es, no lo es en absoluto. Varanasi no tiene nada bonito desde los ghats. Ver la ciudad desde una barca al amanecer es una experiencia distinta, interesante, por lo abigarrado y bizarro de la "skyline" de la ciudad. Pero desde la ciudad, observar el río marrón, la tierra sucia, el cielo gris, los barcos viejos, y la nada al otro lado del río, no tiene nada de bonito.

No, la mejor experiencia culinaria fue en nuestra propio hostal. Compramos comida en un restaurante fuera (con el mejor palak paneer que he probado en mi vida), unas cervezas, y tras pedir unos platos a la esposa del dueño del hostal, nos instalamos arriba, donde había una terracita con una mesa de plástico. Allí, observando las estrellas en el cielo, comiendo con la mano, bebiendo cerveza fresquita, y escuchando de fondo una música que repetía continuamente el "om" durante al menos media hora, se experimentaba un Varanasi distinto. Cada pequeño detalle nos intoxicaba, desde el color de las paredes hasta cuando se fue la luz y nos quedamos en la oscuridad completa, acompañadas solamente del "om" y de un cielo que no puede verse en Calcuta. Las estrellas parecían moverse y bailar para nosotras. 

A la vuelta a Calcuta, mis amigos me han preguntado si me ha gustado Varanasi. Yo tenía muy claro que no, no me ha gustado nada. Lo sigo teniendo claro. Pero ahora, después de pararme a pensar para escribir en el blog, me doy cuenta de que aunque no me haya gustado, me ha dado un montón de instantes intensos que no voy a olvidar. Quizá esa la magia de Varanasi, más allá de las bostas de vacas, de la peste de la basura, de la jungla de las calles o del negocio de la muerte.

jueves, octubre 25, 2012

Con V de vaca o con B de Basura: ¿Varanasi o Benarés? (Segunda Parte)

Si tuviera que contar punto por punto todo lo que hicimos, vimos y experimentamos en Varanasi, en lugar de un blog, acabaría por escribir un pequeño libro. Conocer todos los pormenores también se hace a veces aburrido, así que voy a cambiar un poco la manera de contar la historia, y voy a centrarme en las impresiones en lugar de guiarme por el orden cronológico. Lo cual tiene sentido en Varanasi, por que aquí, si te paras a mirar el río en un ghat, el tiempo se para contigo.

En la primera parte de la historia del viaje, he comentado algo sobre lo laberíntico de los gali de la ciudad. Pero además tienen otras cualidades, algunas de las cuales me imagino que podréis adivinar. Sí, están repletos de gente, de hombres y mujeres, de devotos y de comerciantes, de timadores que intentan vender cualquier baratija a los turistas por un precio exhorbitante, de monos, de vacas y de sus cagadas, de bolsas de basura que caen desde las ventanas a la calle, de flores que se pudren, de templos escondidos y de santuarios de shiva lingam (ver el post de Kamakhya en Assam) en lugares donde uno esperaría ver alcantarillas. Y de policías. Cientos, miles de policías guardan la parte vieja de la ciudad, sobre todo en la entrada de los templos. Ordenan las colas de fieles y dejan paso a los paseantes, vigilan que nadie entre con nada más que sus ofrendas a los dioses, toman Benarasi pan y charlan tomando té mientras sus fusiles descansan contra la pared. Porque todos, en sus uniformes color beige, llevan un largo y negro fusil a la espalda. Una visión bastante aterradora, más aún delante de los templos.

Sí, los policías eran bastante aterradores en Varanasi. Todos altos y morenos, con sus frondosos bigotes y barrigas, el arma a la espalda, tomando dinero abiertamente en la calle. Cada vez que íbamos a una tienda de té en la que había policías, el té era más caro (5 rupias en lugar de 4), obviamente una pequeña comisión para el policía de turno.

El té de Varanasi también es otra experiencia. Aromatizado fuertemente con cardamomo en lugar de con jengibre como en la mayoría de las tiendecitas de Calcuta, un amanecer que fuimos a los ghats (levantándonos a las 4.30 de la madrugada, a pesar del cansancio), bebimos como desayuno un delicioso té con hojas de tulsi, una planta sagrada. Té sagrado: eso solo podía pasarnos en Varanasi. Ese amanecer que salimos para ver a la gente bañarse en el Ganges (aunque eso lo hacen a todas horas, y también se hace en Calcuta y en todos los puntos por donde pasa un río), fue la mejor experiencia de Varanasi. La única por la que vale la pena ir. Por lo demás, Varanasi es un lugar al que no Volver.

Aunque cuando salimos estaba todo oscuro y no acertamos a encontrar el ghat que queríamos encontrar, sino otro, la visión fue igualmente impactante. Mientras el resto de la ciudad estaba silenciosa, tranquila, en los ghat la gente se acumulaba entre las barcas que todavía no habían salido para ofrecer paseos por el Ganges, intentando bañarse todos a la vez, cambiándose de ropa, recogiendo agua del Ganges. Sadhus de verdad o de mentira, sentados en las escaleras, ofrecían y vendían sus palabras y objetos religiosos. Mendigos se ponían en fila en las escaleras de los ghat, llamándote "ma" o  "didi" (madre, hermana), pidiendo comida y limosna. Había muchas mujeres mayores entre los mendigos, algo que me sorprendió bastante. 


Las barcas esperando al amanecer y a los primeros clientes.


El Ghat lleno de gente decidida a encontrar un pedazo de agua para bañarse.

Tras ser acorraladas por varios jovénes agentes de barcas, elegimos a Sunil, con el que conseguimos negociar el mejor precio por una hora de paseo en barco: 50 rupias por persona, y solo para nosotras. Nuestro barquero, Monu, era un chavalillo de apenas 20 años que había empezado a remar a los 14. Estaba muy delgado, pero tenía fuerza suficiente para remar en línea recta. Charline y yo intentamos remar y si lo hacíamos las dos a la vez, aún conseguíamos mover el barco; individualmente, era imposible. Monu nos llevó hasta los ghats del sur, mientras el sol surgía del este, la otra orilla el Ganges. Nos contó cosas de los ghats, de la gente, de los sadhus, que ahora eran casi todos falsos y solo se vestían de azafrán para vivir de la caridad y cobrar a la gente por sus palabras. Nos contó también el negocio de los barcos, en los que había miles de chicos jóvenes metidos, y cómo ese no era el único negocio que tenían los agentes que arreglaban los paseos desde los ghats. Ellos también se dedicaban a otro tipo de contrabando que estaba convirtiéndose en un plaga en la ciudad: las drogas. Él mismo estaba tentado a empezar a hacer lo mismo, porque en ese negocio había dinero y tenía la presión de sus amigos, pero todavía se resistía porque no quería meterse en semejante asunto, ni quería decepcionar a sus padres. 


Vista desde la barca.


Edificios, escaleras, mucha gente y muchos barcos. Y el Ganga-ji. Esto es un ghat.


Bajo las sombrillas, se venden utensilios y productos para los rituales.


Con el filtro "retro" de mi cámara, parece una foto de los 60. Pero tengo que confesar que muchas de las demás están hechas con un filtro para resaltar el color. Porque no os podéis imaginar la nube de contaminación que grisea (si grisear fuera un verbo) el ambiente.


Bañarse es más importante que el pudor. Viva la naturalidad.


Un sadhu preocupado por las noticias del mundo.


Charline y yo intentando remar. Los remos, como podéis apreciar en la foto, son unas varas de bambú en cuyos extremos han clavado una placa de madera. 

 Después, poco a poco y más fácilmente, fuimos volviendo al norte siguiendo la corriente del río, hacia Manikarnika Ghat. Este es el ghat más famoso de todo Varanasi, ese lugar donde se queman los cadáveres al aire libre, siguiendo los rituales más tradicionales del hinduismo. Aquí, a diferencia de en Calcuta, la tecnología de los crematorios eléctricos no ha conseguido desbancar a la madera. Quizá el negocio de la madera sea demasiado importante también, al igual que el trabajo de la familia de sudras que se encarga desde tiempo inmemoriales a mantener una hoguera encendida, de manera que todos los cuerpos son quemados con la misma llama. La madera se acumula en las escaleras de ghat, dentro de templos medio abandonados, y en barcos en el Ganges, tan pesados que están a punto de hundirse. La madera tiene precios diferentes, según la calidad, siendo la más cara la de sándalo, por su buen olor. Al amanecer todavía no habían empezado la jornada de cremaciones, pero se veían los restos del día anterior, las cenizas y las brillantes telas coloridas que envuelven al muerto antes de ponerlo entre la madera.


Varanasi desdel río


Manikarnika Ghat. Hay varias leyendas sobre su fundación y su nombre, pero en general todas incluyen la caída de un pendiente de Shiva o de su mujer Sati (la misma que murió y fue despedazada, y repartida por toda India, como en Kalighat o Kamakhya) en este lugar.


Apenas hay sitio para tanta madera.

Y aquí abajo, tres experimentos con mi cámara de fotos. El mismo Manikarnika Ghat (la parte derecha), con tres filtros diferentes:




¿A qué parecen de otra época? El tiempo se para en Varanasi, si te concentras, si te calmas. Sobre todo en Manikarnika Ghat.

A este ghat volvimos una tarde, pero a pie. Estaba muy cerca de nuestro hostal, pero encontrarlo en el laberinto de gali era una difícil tarea. Aunque estábamos cerca, no conseguíamos llegar, hasta que tras preguntar a cuatro o cinco personas, dimos con el sitio correcto.

Este lugar puede que sea el más extraño que he visto nunca. La atmósfera es extraña, entre agobiante y calmada. Si bien en Japón había calma en todos los templos, shinto o budistas, aunque en Japón alcanzara a tener un vistazo algún ritual funerario budista, aquellas sensaciones eran muy distintas de las que experimenté en este ghat. En los templos hindúes no hay ningún tipo de tranquilidad; sin embargo, en Manikarnika Ghat, la tranquilidad existe, pero con un toque terrorífico. Nunca he visto la muerte tan cerca. He estado en funerales cristianos, pero allí no había atmósfera de muerte. En un tanatorio con luz fluorescente, blanco, limpio, con gente yendo y viniendo hablando de su vida, no hay atmósfera de nada. Aquí no hay palabras, no hay flores de colores: hay telas brillantes que se queman con el cuerpo envuelto en una tela blanca, hay madera negra, cenizas, brasas, fuego rojo como único símbolo de vida, y el río que se traga las cenizas después de la cremación. Detrás del ghat hay un templo semiderruido cuya fachada está tan negra que parece una verdadera casa de la muerte. Las mujeres no pueden bajar al ghat (las turistas si), para evitar que ellas, familiares de los muertos, se pongan a llorar o a gritar desconsoladas y rompan la atmósfera de paz y de concentración que hay en el ghat. Los hombres, sentados de cuclillas en las escaleras, vestidos de blanco, la mayoría con un turbante blanco también, o una gamcha (una especie de toalla con diseños de colores) enrollada a la cabeza, observa con esos ojos negros intensos que tienen los indios, observan todo y nada a la vez. Quizá estén viendo a la muerte, quizá estén viendo al muerto en sus recuerdos, quizá me estén mirando a mí, preguntándose qué se les habrá perdido a los turistas en un lugar como este, en el que no pintamos nada. Los sacerdotes brahmin bajan a hablar con los familiares, revolotean de aquí allá en el ghat, mientras los sudras hacen el trabajo duro, controlando el fuego, quemando todo en su debido momento, revolviendo las cenizas. Los hijos primogénitos, vestidos con dhoti, hacen los rituales alrededor de la pira funeraria. Algunos tienen el pelo todavía largo: luego se lo raparán excepto por un pequeño mechón de pelo en la coronilla. Otros ya lo han hecho. Un chaval joven con el pelo ya cortado y el torso desnudo, no aguantó hacer todos los rituales para el que debía ser su padre, y a los cinco minutos, desapareció, dejando a los sudras hacer el resto del trabajo. Cuando llegamos había una sola hoguera, y para cuando decidimos marcharnos, ya habían empezado otras cuatro y estaban a medio quemar. No sabemos cuánto tiempo pasamos allí, observando en silencio. El tiempo se había parado para nosotras, como se para para los muertos.

Con V de vaca o con B de basura: ¿Varanasi o Benarés?

Viajar es una adicción más: cuando empiezas un viaje, no quieres que se acabe. A veces es difícil, pasan cosas indeseadas, problemáticas; sin embargo, siempre deja un sabor dulce al recordar. Pero, sobre todo, nunca es como uno espera que sea. Y quizá esa sea la mejor parte de viajar.

Si tuviera que decir tres adjetivos para describir este último viaje, diría sin duda alucinante, imprevisto y revelador. Alucinante por las cosas que hemos visto y experimentado. Imprevisto porque en este viaje sin planificar, nos hemos sorprendido a cada paso y hemos disfrutado espontáneamente de las cosas que nos han ocurrido. Revelador, porque creo que hemos aprendido muchas cosas que si bien no son nuevas, no veíamos hasta que este viaje nos las ha desvelado.  

Empezamos desde ese edificio enorme y rojo que se ve al otro lado del río, la estación de Haorah, la más grande de India. El ir y venir de la gente, los anuncios de los trenes en bengalí, hindi e inglés, los gigantes paneles de anuncios de bancos y de místicos que esperan encontrar adeptos en las estaciones de tren, la gente esperando a su tren tumbada en el suelo, familias enteras, la peste de los baños. Para mí esta estación ya es casi normal, pero para Charline, mi compañera de viaje, en su primera incursión en los viajes en tren en India, fue un shock. Un tentempié para el caos que veríamos más adelante, en Varanasi.

Porque habíamos decidido (lo único que habíamos decidido de todo el viaje) ir a Varanasi. Ese sería nuestro primer destino, nuestra entrada en ese estado de Uttar Pradesh (UP), famoso porque allí está el Taj Mahal y el hindi más puro en su capital, Lucknow. Pero famoso también por esta ciudad a orillas del Ganges donde parece que el tiempo se ha parado.

Quizá porque Varanasi, o Benarés, o Banaras como la llaman aquí, es una ciudad tan famosa, tenía muchas conjeturas en mi mente de qué podía encontrarme al llegar. Antes de viajar había hablado con amigos que conocen la ciudad, visto alguna película (Aparajito, de Satyajit Ray, aunque la que me han recomendado para descubrir Varanasi sea otra, Joy Baba Felunath), leído algunos libros, devorado mi guía de viajes. Pero a pesar de toda mi "preparación", la ciudad desafió por completo todo lo que yo esperaba de ella. Como el país hace a gran escala, esta ciudad lo hace a una más pequeña: te revuelve todos los cimientos que creías establecidos dentro de ti.

Y es que una, después de un año y medio en India, puede caer en la tentación de creer que sabe algunas cosas sobre India. Puede olvidar que este país no es un país, sino un universo, y que todo es relativo. Puede que después de tanto tiempo una tenga ideas más claras, más cercanas a la realidad, más acertadas, pero no debería olvidar que el conocimiento no se reduce a cuatro ideas. En este revelador viaje, puedo decir que he reaprendido muchas cosas que se mantenían en la sombra, y descubierto otras absolutamente nuevas.

Y si yo recibí una fuerte impresión no puedo ni imaginar la que habrá recibido mi amiga Charline, que apenas lleva unos meses en Calcuta y que era la primera vez que viajaba por India...

Como yo hice las reservas del tren, reservé Sleeper Class, que es la más barata y en la que viajo siempre. Es un poco ruidosa, caótica y un poco más sucia que las demás clases, sobre todo porque puedes abrir las ventanas con lo cual entra un montón de polvo dentro. Pero gracias a esto, es la única clase en la que puedes apreciar bien el paisaje, la temperatura real, y viajar con una brisa natural. Lo demás es como viajar en moto con el casco puesto: será más seguro, pero también menos emocionante.

Reservé las literas de abajo, para poder acostarnos fácilmente sin tener que hacer malabarismos con las mochilas en la litera de arriba, pegadas al techo. Nunca he tenido ningún problema con dormir abajo. Dejamos las mochilas debajo de la litera, junto a las sandalias, y extendimos una sábana en la litera para dormir, mientras el bolso hacía de almohada. Yo me dormí enseguida - ese es mi don, dormir en cualquier parte - pero me desperté al llegar a Patna, la capital de Bihar. Charline seguía despierta entonces: no podía pegar ojo en la intensidad del Sleeper Class. Y entendí por qué: gente y gente se estaba subiendo al tren, sentándose donde podían, incluso en el suelo. Eran viajeros sin billete. El revisor no les decía nada. Desde la ventana se veía a la gente correr de un vagón a otro, buscando un sitio donde poder quedarse y hacer su viaje. Esto no había pasado en ninguno de mis viajes en tren anteriores, a Orissa, North Bengal o Assam. Pero aquí, la gente se veía pobre, y difícilmente habrían podido pagarse las 100 rupias que debía costar el billete desde Patna.


Varanasi desde el puente, viajando en Sleeper Class.

Al final me volví a dormir para despertarme al amanecer, como siempre al grito de "¡Chai, chai, chai! ¡Garam chai!" (¡Té, té, té! ¡Té caliente!). Todavía nos quedaban horas de viaje (no llegaríamos hasta el mediodía), y matamos el tiempo charlando y jugando a las cartas. Finalmente, cruzamos el Ganges en un puente de hierro oxidado, observando el sol sobre la ciudad, y la capa de polvo que la cubría. El Ganges difícilmente podía distinguirse de la tierra de las orillas, tan marrón que era. Poco a poco, con lentitud, fuimos atravesando barrios de Kashi (el otro nombre de Varanasi), con los edificios a medio construir para no pagar impuestos de vivienda, sin pintar, los ladrillos al aire, las carretillas con las verduras a la venta. Cuando llegamos a Varanasi Junction, la marabunta del tren se peleaba por salir a un andén también atestado de gente. Había reservado un hostalillo en el centro de Varanasi y me habían dicho que vendría un hombre a recogernos a la estación. Lo que no me esperaba era que el hombre cuestión estuviera justo a la puerta de nuestro vagón (a la puerta por la que salimos, que podía haber estado delante de la otra, que por algo hay dos), moreno y sonriente, combinando el blanco de su ropa con el blanco de sus dientes. En cuanto me vió, me saludó con la cabeza y me indicó, sin palabras, que le siguiera. Y lo hicimos. Nos llevó sorteando el río de gente de la estación hasta el aparcamientos de autorickshaws, que en UP (Uttar Pradesh) se llaman "tuk tuk", y de ahí a sortear el tráfico de la ciudad.

Decir "tráfico" se queda corto. Lo de Varanasi no es tráfico, es la jungla. No hay demarcaciones en la carretera señalando los carriles, las calles son estrechas para una ciudad con tanta gente, no hay semáforos ni aceras ni pasos de cebra ni nada conocido: solo asfalto. Coches, camiones, tuk tuks, bicicletas, cyclerickshaws, motos, personas, vacas, cabras, carritos de comida, todo, aboslutamente todo, intenta a la vez encontrar paso y avanzar para llegar a su destino, sin importar qué trozo de carretera use. Mientras, la policía, en lugar de ordenar el caos, se dedica a observar la situación tranquilamente, impasibles, y a pedir dinero a los conductores de tuk tuk que intentan pasar por ciertas zonas (20 rupias el paso), o simplemente los toma sin pagar para ir de un lado a otro de la ciudad. El ruido era insoportable, junto a la contaminación, los gases de los tubos de escape de los vehículos, la basura acumulada por todas partes, el polvo seco que te tapona la nariz. Mientras intentábamos respirar, el conductor se movía con una suavidad inusitada entre los otros coches - creo que puedo decir que es el mejor conductor de autorickshaw que he visto en mi vida -, y nosotras alcanzábamos a echar vistazos a las tiendas, con todos los carteles en hindi, a los productos colgando de la puerta y cogiendo polvo, los saris coloridos de las mujeres (mucho más brillantes que en Calcuta), los hombres vestidos casi todos con dhoti o lungi, los puestos de samosas fritas que surgían como setas de cada esquina, o los de lassi, y a algo que no he visto en otro lugar de India: tiendas de cientos y cientos ovillos de lana en la calle. Me entró la nostalgia del ganchillo.

Por fin el conductor nos dejó en un lado de la carretera, al lado del Golden Temple, o Kashi Vishwanath Mandir, el más famoso de la ciudad, pero en el que, como en el de Jannagath en Puri, solo los hindús pueden entrar. Cerca estaba nuestro hostal. Pero, ¿dónde exactamente?

En Varanasi hay dos tipos de calles. Las que no son calles, sino caminos de asfalto flanqueados por tiendas, por lo que no se puede caminar, y los laberínticos "galis" (la versión hindi de los "goli" de Calcuta), sin ningún tipo de indicaciones ni orden conocido. Si hay algo retorcido en India, eso son los galis de Varanasi, o la mente del tipo que los diseñó. Nos perdimos un poco, pero preguntando preguntando llegamos a la puerta del hostal, donde nos recibió el hombre con la barriga más grande del mundo (según Charline), con más pinta de malo de Bollywood de los 90 que de devoto brahmin dueño de un negocio. El hombre barriga intentaba ser majo, pero algo en su cara de malo de película me revolvía el estómago (o quizá era el mareo del viaje). De alguna manera evitamos pagar todas las noches reservadas desde el principio, y solo pagamos la primera: era la primera vez que me piden el dinero antes de empezar la estancia. Además, no sabíamos exactamente cuántas noches íbamos a quedarnos, y en principio el hombre me había dicho que no habría problema por cambiar la reserva incluso reduciendo días; pero aún así, no me parecía que me fuera a devolver el dinero de una tercera noche que a lo mejor no íbamos a gastar. Por fin subimos a la habitación, un rectángulo ocupado por una cama demasiado grande (allí cabía una familia de seis entera), un sofá totalmente inútil, con cada pared de un color diferente y un poster del dios Shiva que observaba todos nuestros movimientos.  Nos duchamos y descansamos un poco antes de salir a explorar Banaras, ese misterio al que habíamos llegado.

sábado, septiembre 22, 2012

Varanasi, espérame

Queda apenas un mes para Durga Puja. Los que me seguís desde hace tiempo, sabéis ya que Durga Puja es EL festival de Calcuta. Estamos tan cerca que ya no se habla de otra cosa, pero además, a cualquier visitante o nuevo habitante de la ciudad, enseguida le preguntan dos cosas: si ha oído hablar de Rabindranath Tagore, y si ha oído hablar de Durga Puja.

Durga Puja significa fiesta, significa luz, significa que durante cinco días toda la ciudad sale a la calle 24 horas para disfrutar. Pero también significa que tengo un mes de vacaciones, hasta el final de Diwali. 

Este año es curioso, porque Durga Puja empieza el día 22, pero mis vacaciones empiezan en Mahalaya, siete días antes del primer día de Puja, Mahasaptami. Este día, el 15, las ondas de radio se inundarán con un canto que relata como Durga mató a un demonio, que es una de las cosas por las que se adora a Durga. El caso es que el día 15 es lunes, lo cual significa que mis vacaciones empiezan el viernes al terminar la clase. 

En total, 8 días de vacaciones, 8 días que no me voy a quedar en mi casa, obviamente. Llevo en India un año y medio y apenas he visto nada. Entre otras cosas, no he visto ni el Taj Mahal ni la ciudad más famosa internacionalmente de toda India (junto con Calcuta y Mumbai), Varanasi. Algo que solucionaré en estos 8 días.

Y mientras, para ir cogiendo el ambiente de viaje y de Varanasi, he encontrado un pasaje interesantísimo sobre esa ciudad, en un libro llamado Eating India, un libro que está a medio camino entre un diario de viajes y un libro de recetas de cocina. Traduzco:

"Puede que Delhi y Lucknow simbolicen la cultura patriarcal Islámica del norte de India, pero hay otra ciudad en el estado de Uttar Pradesh (Lucknow es la capital de Uttar Pradesh), que se presenta ante el mundo como la ciudad más sagrada del Hinduismo. Varanasi, familiarmente llamada Benaras, es conocida por sus templos, sus ghats (las gradas que bajan hacia el Ganges), sus peregrimos y los ritos funerarios, así como por su música y su comida callejera. Es una ciudad especialmente fotogénica, donde la belleza se hace notar a pesar de las callejuelas claustrofóbicas y malolientes, bloqueadas por el paso lento de un toro; a pesar del agobiante olor de las ofrendas de incienso; a pesar del río en el que flotan la basura y los restos de las cremaciones de cadáveres. En Benaras el negocio de la muerte es más grande que el negocio de la devoción religiosa, ya que los hindús han creído por siglos y siglos que morir aquí les libera de la rueda de reencarnaciones y les garantiza la salvación eterna. Mientras el río fluye dejando atrás los crematorios, puedes ver flores ofrecidas a la muerte llevadas por la corriente de un río que ha visto lo insorportable y lo indecible.

Yo no estaba interesada en hacer penitencia o encontrar la salvación. Yo fui a Benaras buscando su cara más mudana, esa cara que glorifica los placeres de la comida y de la bebida, una cara que ha sobrevivido con hedonismo a pesar de la sobrecogedora aura de santidad que inspiran sus templos, sacerdotes y devotos. Pero la primera cosa a la que me enfrenté allí me impactó mucho más que lo seglar o lo sagrado. Era una tragedia humana de la que seimpre he sabido, pero que aún así siempre había apartado de mi mente. Benaras ha sido, durante siglos, el destino final de las viudas hindús, especialmente de las viudas más jóvenes, enviadas por sus familias para vivir el resto de sus vida rodeadas de lo sagrado, forzadas a soportar privaciones casi intolerables. Aunque normalmente se exiliaban a Benaras viudas de todas partes de India, sobre todo del norte, seguramente ningún otro estado ha enviado tantas viudas a Benaras como mi estado, Bengala.

La vida de una viuda hindú ha sido siempre la cara oculta de comer en India, y en ningún otro lugar era más oscura que en Bengala. Una viuda bengalí no sólo tenía pohibido volver a casarse, como las viudas de las otras regiones, sino que además se esperaba de ella que abandonara muchas de sus comidas habituales. En una cultura como la bengalí, amante del pescado, una viuda era obligada a convertirse en vegetariana, a dejar el pescado, la carne, los huevos e incluso las lentejas, la cebolla y el ajo por el resto de su vida, que además estaría llena de ayunos puntuales. La tradición les atribuía la culpa de la muerte de sus maridos, por sus malas acciones y por sus apetitos antinaturales. Una palabra común para insultar a las viudas en las zonas rurales de Bengala se traduce como "devoradora de maridos". Culpable del pecado de la supervivencia, una viuda era considerada la personificación del desastre y de la mala suerte, y por ello, su presencia estaba prohibida en cualquier celebración, sobre todo en las bodas. Si la familia permitía que se quedara con ellos, sus días pasaban penosamente. En el pasado, cuando chicas muy jóvenes eran casadas con hombres mucho mayores que ellas, sus vidas en la marginación y las privaciones se hacían enternas - una horrorosa experiencia de deseos insatisfechos.

Muchas familias enviaban a sus jóvenes viudas en peregrinaje a lugares como Benaras, por muchas razones: para evitar la posibilidad, escandalosa, de que tuviera alguna aventura romántica o algún embarazo ilegítimo, para apropiarse de los bienes de la viuda, o simplemente para no enfrentarse a los sentimientos de culpabilidad que su presencia podría provocarles. Cientos de kilómetros lejos de casa, se esperaba que estas solitarias exiliadas encontrasen la paz en la devoción religiosa. En realidad, la santidad de la ciudad era una mínima compensación por su aislamiento y sus privaciones. La mayoría vivían como penintentes, esperando su final mucho antes de que fuera su hora. Otras, incapaces de vivir  con tan poco, acababan como mendigas o prostitutas. Los placeres de la comida, que podrían haber compensado parcialmente la ausencia de una vida matrimonial, se exhibían  a su alrededor, subrayando la crueldad de su destino.

Como es de suponer, las viudas de las familias pobres, rurales y sin educación, sufrían la peor situación. Ellas son las que todavía hoy pasean en tropel alrededor de los templos y los ghats sobre el río. Pero con la urbanización y la educación, esta costumbre está desapareciendo poco a poco. Mi experiencia personal de la vida de una viuda es muy diferente. Yo vi a mi abuela pasar los últimos 20 años de su vida como una viuda. Nadie se planteaba enviarla a ninguna parte. Nadie pensó jamás en culparla por la muerte de su marido. Las familias urbanitas de clase media de Bengala ya han cambiado su manera de pensar. Pero, aún así, no había forma de huir de una sensación de distanciamiento que se le había impuesto a ella, simplemente por ser viuda. Yo la vi cambiar de la noche a la mañana, de ser una mujer de mediana edad, mandona, que vestía saris con un ancho borde rojo y pulseras en los dos brazos, a ser una figura blanca y sombría. Saris sin bordes, sin colores, nada de joyas. Más tarde, cuando yo era adolescente, empecé a notar las limitaciones que había en sus comidas. Me preguntaba cómo debía sentirse cuando preparábamos enormes fuentes de carne los domingos, cuando desde la cocina la casa entera se inundaba con el rico aroma especiado. O cómo se sentía cuándo comíamos fish jhol, con pequeñas patatitas nuevas y guisantes que subían y bajaban en la deliciosa salsa. Mi abuela nos servía la comida, pero nunca comía con nosotros. Sentándose lejos de todos los demás, en una esquina solitaria, ella comía un simple plato vegetariano. La cena solía ser poco más que fruta, leche y muri (arroz inflado). Al principio del monzón hay tres días en el calendario bengalí en los que está prohibido que las viudas coman comida que haya sido tocada por el fuego, es decir, cocinada. Mi abuela, para esos días, cocinaba mucha comida, excepto arroz, de manera que tuviera suficiente para esos tres días, pero no le estaba permitido calentar nada. A mí, viéndola comer sus luchis (un pan frito) resesos, pasados, se me quitaban las ganas de comer. Y estaba aquellos días en que ella apenas comía nada. ¿Tristeza callada? ¿Observación sin pensamientos? Todabía no sé la respuesta."

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