jueves, octubre 25, 2012

Con V de vaca o con B de Basura: ¿Varanasi o Benarés? (Segunda Parte)

Si tuviera que contar punto por punto todo lo que hicimos, vimos y experimentamos en Varanasi, en lugar de un blog, acabaría por escribir un pequeño libro. Conocer todos los pormenores también se hace a veces aburrido, así que voy a cambiar un poco la manera de contar la historia, y voy a centrarme en las impresiones en lugar de guiarme por el orden cronológico. Lo cual tiene sentido en Varanasi, por que aquí, si te paras a mirar el río en un ghat, el tiempo se para contigo.

En la primera parte de la historia del viaje, he comentado algo sobre lo laberíntico de los gali de la ciudad. Pero además tienen otras cualidades, algunas de las cuales me imagino que podréis adivinar. Sí, están repletos de gente, de hombres y mujeres, de devotos y de comerciantes, de timadores que intentan vender cualquier baratija a los turistas por un precio exhorbitante, de monos, de vacas y de sus cagadas, de bolsas de basura que caen desde las ventanas a la calle, de flores que se pudren, de templos escondidos y de santuarios de shiva lingam (ver el post de Kamakhya en Assam) en lugares donde uno esperaría ver alcantarillas. Y de policías. Cientos, miles de policías guardan la parte vieja de la ciudad, sobre todo en la entrada de los templos. Ordenan las colas de fieles y dejan paso a los paseantes, vigilan que nadie entre con nada más que sus ofrendas a los dioses, toman Benarasi pan y charlan tomando té mientras sus fusiles descansan contra la pared. Porque todos, en sus uniformes color beige, llevan un largo y negro fusil a la espalda. Una visión bastante aterradora, más aún delante de los templos.

Sí, los policías eran bastante aterradores en Varanasi. Todos altos y morenos, con sus frondosos bigotes y barrigas, el arma a la espalda, tomando dinero abiertamente en la calle. Cada vez que íbamos a una tienda de té en la que había policías, el té era más caro (5 rupias en lugar de 4), obviamente una pequeña comisión para el policía de turno.

El té de Varanasi también es otra experiencia. Aromatizado fuertemente con cardamomo en lugar de con jengibre como en la mayoría de las tiendecitas de Calcuta, un amanecer que fuimos a los ghats (levantándonos a las 4.30 de la madrugada, a pesar del cansancio), bebimos como desayuno un delicioso té con hojas de tulsi, una planta sagrada. Té sagrado: eso solo podía pasarnos en Varanasi. Ese amanecer que salimos para ver a la gente bañarse en el Ganges (aunque eso lo hacen a todas horas, y también se hace en Calcuta y en todos los puntos por donde pasa un río), fue la mejor experiencia de Varanasi. La única por la que vale la pena ir. Por lo demás, Varanasi es un lugar al que no Volver.

Aunque cuando salimos estaba todo oscuro y no acertamos a encontrar el ghat que queríamos encontrar, sino otro, la visión fue igualmente impactante. Mientras el resto de la ciudad estaba silenciosa, tranquila, en los ghat la gente se acumulaba entre las barcas que todavía no habían salido para ofrecer paseos por el Ganges, intentando bañarse todos a la vez, cambiándose de ropa, recogiendo agua del Ganges. Sadhus de verdad o de mentira, sentados en las escaleras, ofrecían y vendían sus palabras y objetos religiosos. Mendigos se ponían en fila en las escaleras de los ghat, llamándote "ma" o  "didi" (madre, hermana), pidiendo comida y limosna. Había muchas mujeres mayores entre los mendigos, algo que me sorprendió bastante. 


Las barcas esperando al amanecer y a los primeros clientes.


El Ghat lleno de gente decidida a encontrar un pedazo de agua para bañarse.

Tras ser acorraladas por varios jovénes agentes de barcas, elegimos a Sunil, con el que conseguimos negociar el mejor precio por una hora de paseo en barco: 50 rupias por persona, y solo para nosotras. Nuestro barquero, Monu, era un chavalillo de apenas 20 años que había empezado a remar a los 14. Estaba muy delgado, pero tenía fuerza suficiente para remar en línea recta. Charline y yo intentamos remar y si lo hacíamos las dos a la vez, aún conseguíamos mover el barco; individualmente, era imposible. Monu nos llevó hasta los ghats del sur, mientras el sol surgía del este, la otra orilla el Ganges. Nos contó cosas de los ghats, de la gente, de los sadhus, que ahora eran casi todos falsos y solo se vestían de azafrán para vivir de la caridad y cobrar a la gente por sus palabras. Nos contó también el negocio de los barcos, en los que había miles de chicos jóvenes metidos, y cómo ese no era el único negocio que tenían los agentes que arreglaban los paseos desde los ghats. Ellos también se dedicaban a otro tipo de contrabando que estaba convirtiéndose en un plaga en la ciudad: las drogas. Él mismo estaba tentado a empezar a hacer lo mismo, porque en ese negocio había dinero y tenía la presión de sus amigos, pero todavía se resistía porque no quería meterse en semejante asunto, ni quería decepcionar a sus padres. 


Vista desde la barca.


Edificios, escaleras, mucha gente y muchos barcos. Y el Ganga-ji. Esto es un ghat.


Bajo las sombrillas, se venden utensilios y productos para los rituales.


Con el filtro "retro" de mi cámara, parece una foto de los 60. Pero tengo que confesar que muchas de las demás están hechas con un filtro para resaltar el color. Porque no os podéis imaginar la nube de contaminación que grisea (si grisear fuera un verbo) el ambiente.


Bañarse es más importante que el pudor. Viva la naturalidad.


Un sadhu preocupado por las noticias del mundo.


Charline y yo intentando remar. Los remos, como podéis apreciar en la foto, son unas varas de bambú en cuyos extremos han clavado una placa de madera. 

 Después, poco a poco y más fácilmente, fuimos volviendo al norte siguiendo la corriente del río, hacia Manikarnika Ghat. Este es el ghat más famoso de todo Varanasi, ese lugar donde se queman los cadáveres al aire libre, siguiendo los rituales más tradicionales del hinduismo. Aquí, a diferencia de en Calcuta, la tecnología de los crematorios eléctricos no ha conseguido desbancar a la madera. Quizá el negocio de la madera sea demasiado importante también, al igual que el trabajo de la familia de sudras que se encarga desde tiempo inmemoriales a mantener una hoguera encendida, de manera que todos los cuerpos son quemados con la misma llama. La madera se acumula en las escaleras de ghat, dentro de templos medio abandonados, y en barcos en el Ganges, tan pesados que están a punto de hundirse. La madera tiene precios diferentes, según la calidad, siendo la más cara la de sándalo, por su buen olor. Al amanecer todavía no habían empezado la jornada de cremaciones, pero se veían los restos del día anterior, las cenizas y las brillantes telas coloridas que envuelven al muerto antes de ponerlo entre la madera.


Varanasi desdel río


Manikarnika Ghat. Hay varias leyendas sobre su fundación y su nombre, pero en general todas incluyen la caída de un pendiente de Shiva o de su mujer Sati (la misma que murió y fue despedazada, y repartida por toda India, como en Kalighat o Kamakhya) en este lugar.


Apenas hay sitio para tanta madera.

Y aquí abajo, tres experimentos con mi cámara de fotos. El mismo Manikarnika Ghat (la parte derecha), con tres filtros diferentes:




¿A qué parecen de otra época? El tiempo se para en Varanasi, si te concentras, si te calmas. Sobre todo en Manikarnika Ghat.

A este ghat volvimos una tarde, pero a pie. Estaba muy cerca de nuestro hostal, pero encontrarlo en el laberinto de gali era una difícil tarea. Aunque estábamos cerca, no conseguíamos llegar, hasta que tras preguntar a cuatro o cinco personas, dimos con el sitio correcto.

Este lugar puede que sea el más extraño que he visto nunca. La atmósfera es extraña, entre agobiante y calmada. Si bien en Japón había calma en todos los templos, shinto o budistas, aunque en Japón alcanzara a tener un vistazo algún ritual funerario budista, aquellas sensaciones eran muy distintas de las que experimenté en este ghat. En los templos hindúes no hay ningún tipo de tranquilidad; sin embargo, en Manikarnika Ghat, la tranquilidad existe, pero con un toque terrorífico. Nunca he visto la muerte tan cerca. He estado en funerales cristianos, pero allí no había atmósfera de muerte. En un tanatorio con luz fluorescente, blanco, limpio, con gente yendo y viniendo hablando de su vida, no hay atmósfera de nada. Aquí no hay palabras, no hay flores de colores: hay telas brillantes que se queman con el cuerpo envuelto en una tela blanca, hay madera negra, cenizas, brasas, fuego rojo como único símbolo de vida, y el río que se traga las cenizas después de la cremación. Detrás del ghat hay un templo semiderruido cuya fachada está tan negra que parece una verdadera casa de la muerte. Las mujeres no pueden bajar al ghat (las turistas si), para evitar que ellas, familiares de los muertos, se pongan a llorar o a gritar desconsoladas y rompan la atmósfera de paz y de concentración que hay en el ghat. Los hombres, sentados de cuclillas en las escaleras, vestidos de blanco, la mayoría con un turbante blanco también, o una gamcha (una especie de toalla con diseños de colores) enrollada a la cabeza, observa con esos ojos negros intensos que tienen los indios, observan todo y nada a la vez. Quizá estén viendo a la muerte, quizá estén viendo al muerto en sus recuerdos, quizá me estén mirando a mí, preguntándose qué se les habrá perdido a los turistas en un lugar como este, en el que no pintamos nada. Los sacerdotes brahmin bajan a hablar con los familiares, revolotean de aquí allá en el ghat, mientras los sudras hacen el trabajo duro, controlando el fuego, quemando todo en su debido momento, revolviendo las cenizas. Los hijos primogénitos, vestidos con dhoti, hacen los rituales alrededor de la pira funeraria. Algunos tienen el pelo todavía largo: luego se lo raparán excepto por un pequeño mechón de pelo en la coronilla. Otros ya lo han hecho. Un chaval joven con el pelo ya cortado y el torso desnudo, no aguantó hacer todos los rituales para el que debía ser su padre, y a los cinco minutos, desapareció, dejando a los sudras hacer el resto del trabajo. Cuando llegamos había una sola hoguera, y para cuando decidimos marcharnos, ya habían empezado otras cuatro y estaban a medio quemar. No sabemos cuánto tiempo pasamos allí, observando en silencio. El tiempo se había parado para nosotras, como se para para los muertos.

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