jueves, octubre 25, 2012

Con V de vaca o con B de basura: ¿Varanasi o Benarés?

Viajar es una adicción más: cuando empiezas un viaje, no quieres que se acabe. A veces es difícil, pasan cosas indeseadas, problemáticas; sin embargo, siempre deja un sabor dulce al recordar. Pero, sobre todo, nunca es como uno espera que sea. Y quizá esa sea la mejor parte de viajar.

Si tuviera que decir tres adjetivos para describir este último viaje, diría sin duda alucinante, imprevisto y revelador. Alucinante por las cosas que hemos visto y experimentado. Imprevisto porque en este viaje sin planificar, nos hemos sorprendido a cada paso y hemos disfrutado espontáneamente de las cosas que nos han ocurrido. Revelador, porque creo que hemos aprendido muchas cosas que si bien no son nuevas, no veíamos hasta que este viaje nos las ha desvelado.  

Empezamos desde ese edificio enorme y rojo que se ve al otro lado del río, la estación de Haorah, la más grande de India. El ir y venir de la gente, los anuncios de los trenes en bengalí, hindi e inglés, los gigantes paneles de anuncios de bancos y de místicos que esperan encontrar adeptos en las estaciones de tren, la gente esperando a su tren tumbada en el suelo, familias enteras, la peste de los baños. Para mí esta estación ya es casi normal, pero para Charline, mi compañera de viaje, en su primera incursión en los viajes en tren en India, fue un shock. Un tentempié para el caos que veríamos más adelante, en Varanasi.

Porque habíamos decidido (lo único que habíamos decidido de todo el viaje) ir a Varanasi. Ese sería nuestro primer destino, nuestra entrada en ese estado de Uttar Pradesh (UP), famoso porque allí está el Taj Mahal y el hindi más puro en su capital, Lucknow. Pero famoso también por esta ciudad a orillas del Ganges donde parece que el tiempo se ha parado.

Quizá porque Varanasi, o Benarés, o Banaras como la llaman aquí, es una ciudad tan famosa, tenía muchas conjeturas en mi mente de qué podía encontrarme al llegar. Antes de viajar había hablado con amigos que conocen la ciudad, visto alguna película (Aparajito, de Satyajit Ray, aunque la que me han recomendado para descubrir Varanasi sea otra, Joy Baba Felunath), leído algunos libros, devorado mi guía de viajes. Pero a pesar de toda mi "preparación", la ciudad desafió por completo todo lo que yo esperaba de ella. Como el país hace a gran escala, esta ciudad lo hace a una más pequeña: te revuelve todos los cimientos que creías establecidos dentro de ti.

Y es que una, después de un año y medio en India, puede caer en la tentación de creer que sabe algunas cosas sobre India. Puede olvidar que este país no es un país, sino un universo, y que todo es relativo. Puede que después de tanto tiempo una tenga ideas más claras, más cercanas a la realidad, más acertadas, pero no debería olvidar que el conocimiento no se reduce a cuatro ideas. En este revelador viaje, puedo decir que he reaprendido muchas cosas que se mantenían en la sombra, y descubierto otras absolutamente nuevas.

Y si yo recibí una fuerte impresión no puedo ni imaginar la que habrá recibido mi amiga Charline, que apenas lleva unos meses en Calcuta y que era la primera vez que viajaba por India...

Como yo hice las reservas del tren, reservé Sleeper Class, que es la más barata y en la que viajo siempre. Es un poco ruidosa, caótica y un poco más sucia que las demás clases, sobre todo porque puedes abrir las ventanas con lo cual entra un montón de polvo dentro. Pero gracias a esto, es la única clase en la que puedes apreciar bien el paisaje, la temperatura real, y viajar con una brisa natural. Lo demás es como viajar en moto con el casco puesto: será más seguro, pero también menos emocionante.

Reservé las literas de abajo, para poder acostarnos fácilmente sin tener que hacer malabarismos con las mochilas en la litera de arriba, pegadas al techo. Nunca he tenido ningún problema con dormir abajo. Dejamos las mochilas debajo de la litera, junto a las sandalias, y extendimos una sábana en la litera para dormir, mientras el bolso hacía de almohada. Yo me dormí enseguida - ese es mi don, dormir en cualquier parte - pero me desperté al llegar a Patna, la capital de Bihar. Charline seguía despierta entonces: no podía pegar ojo en la intensidad del Sleeper Class. Y entendí por qué: gente y gente se estaba subiendo al tren, sentándose donde podían, incluso en el suelo. Eran viajeros sin billete. El revisor no les decía nada. Desde la ventana se veía a la gente correr de un vagón a otro, buscando un sitio donde poder quedarse y hacer su viaje. Esto no había pasado en ninguno de mis viajes en tren anteriores, a Orissa, North Bengal o Assam. Pero aquí, la gente se veía pobre, y difícilmente habrían podido pagarse las 100 rupias que debía costar el billete desde Patna.


Varanasi desde el puente, viajando en Sleeper Class.

Al final me volví a dormir para despertarme al amanecer, como siempre al grito de "¡Chai, chai, chai! ¡Garam chai!" (¡Té, té, té! ¡Té caliente!). Todavía nos quedaban horas de viaje (no llegaríamos hasta el mediodía), y matamos el tiempo charlando y jugando a las cartas. Finalmente, cruzamos el Ganges en un puente de hierro oxidado, observando el sol sobre la ciudad, y la capa de polvo que la cubría. El Ganges difícilmente podía distinguirse de la tierra de las orillas, tan marrón que era. Poco a poco, con lentitud, fuimos atravesando barrios de Kashi (el otro nombre de Varanasi), con los edificios a medio construir para no pagar impuestos de vivienda, sin pintar, los ladrillos al aire, las carretillas con las verduras a la venta. Cuando llegamos a Varanasi Junction, la marabunta del tren se peleaba por salir a un andén también atestado de gente. Había reservado un hostalillo en el centro de Varanasi y me habían dicho que vendría un hombre a recogernos a la estación. Lo que no me esperaba era que el hombre cuestión estuviera justo a la puerta de nuestro vagón (a la puerta por la que salimos, que podía haber estado delante de la otra, que por algo hay dos), moreno y sonriente, combinando el blanco de su ropa con el blanco de sus dientes. En cuanto me vió, me saludó con la cabeza y me indicó, sin palabras, que le siguiera. Y lo hicimos. Nos llevó sorteando el río de gente de la estación hasta el aparcamientos de autorickshaws, que en UP (Uttar Pradesh) se llaman "tuk tuk", y de ahí a sortear el tráfico de la ciudad.

Decir "tráfico" se queda corto. Lo de Varanasi no es tráfico, es la jungla. No hay demarcaciones en la carretera señalando los carriles, las calles son estrechas para una ciudad con tanta gente, no hay semáforos ni aceras ni pasos de cebra ni nada conocido: solo asfalto. Coches, camiones, tuk tuks, bicicletas, cyclerickshaws, motos, personas, vacas, cabras, carritos de comida, todo, aboslutamente todo, intenta a la vez encontrar paso y avanzar para llegar a su destino, sin importar qué trozo de carretera use. Mientras, la policía, en lugar de ordenar el caos, se dedica a observar la situación tranquilamente, impasibles, y a pedir dinero a los conductores de tuk tuk que intentan pasar por ciertas zonas (20 rupias el paso), o simplemente los toma sin pagar para ir de un lado a otro de la ciudad. El ruido era insoportable, junto a la contaminación, los gases de los tubos de escape de los vehículos, la basura acumulada por todas partes, el polvo seco que te tapona la nariz. Mientras intentábamos respirar, el conductor se movía con una suavidad inusitada entre los otros coches - creo que puedo decir que es el mejor conductor de autorickshaw que he visto en mi vida -, y nosotras alcanzábamos a echar vistazos a las tiendas, con todos los carteles en hindi, a los productos colgando de la puerta y cogiendo polvo, los saris coloridos de las mujeres (mucho más brillantes que en Calcuta), los hombres vestidos casi todos con dhoti o lungi, los puestos de samosas fritas que surgían como setas de cada esquina, o los de lassi, y a algo que no he visto en otro lugar de India: tiendas de cientos y cientos ovillos de lana en la calle. Me entró la nostalgia del ganchillo.

Por fin el conductor nos dejó en un lado de la carretera, al lado del Golden Temple, o Kashi Vishwanath Mandir, el más famoso de la ciudad, pero en el que, como en el de Jannagath en Puri, solo los hindús pueden entrar. Cerca estaba nuestro hostal. Pero, ¿dónde exactamente?

En Varanasi hay dos tipos de calles. Las que no son calles, sino caminos de asfalto flanqueados por tiendas, por lo que no se puede caminar, y los laberínticos "galis" (la versión hindi de los "goli" de Calcuta), sin ningún tipo de indicaciones ni orden conocido. Si hay algo retorcido en India, eso son los galis de Varanasi, o la mente del tipo que los diseñó. Nos perdimos un poco, pero preguntando preguntando llegamos a la puerta del hostal, donde nos recibió el hombre con la barriga más grande del mundo (según Charline), con más pinta de malo de Bollywood de los 90 que de devoto brahmin dueño de un negocio. El hombre barriga intentaba ser majo, pero algo en su cara de malo de película me revolvía el estómago (o quizá era el mareo del viaje). De alguna manera evitamos pagar todas las noches reservadas desde el principio, y solo pagamos la primera: era la primera vez que me piden el dinero antes de empezar la estancia. Además, no sabíamos exactamente cuántas noches íbamos a quedarnos, y en principio el hombre me había dicho que no habría problema por cambiar la reserva incluso reduciendo días; pero aún así, no me parecía que me fuera a devolver el dinero de una tercera noche que a lo mejor no íbamos a gastar. Por fin subimos a la habitación, un rectángulo ocupado por una cama demasiado grande (allí cabía una familia de seis entera), un sofá totalmente inútil, con cada pared de un color diferente y un poster del dios Shiva que observaba todos nuestros movimientos.  Nos duchamos y descansamos un poco antes de salir a explorar Banaras, ese misterio al que habíamos llegado.

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