domingo, noviembre 18, 2012

La estación del miedo

Retomemos un poco las aventuras de mi último viaje, ahora penúltimo, antes de desmitificar Darjeeling, que ha sido mi último destino. Nos habíamos quedado a punto de salir del hostal de Chitrakut, lugar de calma y tranquilidad, para encontrarnos con el conductor de rickshaw-jeep que habíamos "contratado" para ir a la estación de tren en Chitkut, por 100 rupias el viaje.

Pero cuando llegamos...¡sorpresa! En el jeep iban ocho personas más, cuatro delante y cuatro en la parte que sería para las "maletas", que menos mal que no llevábamos. Sorprendidas, no podíamos hacer otra más que subirnos, con los ojos como platos, discutiendo cuánto dinero le íbamos a pagar finalmente al conductor. No íbamos a permitir que se las diera de listillo, cobrándonos el quíntuple de la tarifa normal, para meterse nuestro dinero en su bolsillo así como así. Los otros ocho pasajeros no iban de gratis bajo nuestro patrocinio. Así que cuando por fin llegamos, le alargué al conductor un billete de 50 rupias (que de todas maneras ya era el doble de la tarifa por dos personas, sino más). Ahora le tocó al chico mirarme con los ojos como platos, mientras me increpaba en hindi no-se-qué de cien rupias. A nuestro alrededor se arremolinaron como siempre los curiosos, mientras él y yo discutíamos como malamente podíamos (por problemas de idioma), y Charline se me agarraba al brazo temerosa de los chavalines (que solo eran chavalines) que nos rodeaban.

Entonces se acercó un policía. Aquí los policías son todos iguales; creo que una de los requisitos para entrar en la policía es que todos se parezcan. Altos pero no mucho, con más barriga que hombros, y un bigote poblado y negrísimo, más largo que su pelo, con cara de pocos amigos dentro de un uniforme color kaki, menos en Calcuta - donde van de blanco, una de esas cosas absurdas en una ciudad donde el blanco no aguanta blanco ni cinco minutos. El policía se acercó, abriéndose sitio entre los chavales, para preguntarnos qué pasaba. Más o menos entendió que el conductor nos había engañado, que nos había dicho 100 rupias por reservar su coche para ir a la estación, y que habíamos tenido que apretujarnos con ocho personas más que obviamente no habían pagado 50 cada uno por ir a la estación. Por eso le habíamos dado la mitad de lo acordado, que ya era más que suficiente. El policía miró al conductor y le alejó, y nos hizo sitio para que pasáramos a la estación de tren. 

(Un aparte en todo esto, respecto a los precios del transporte. A lo largo de nuestro viaje en Madhya Pradesh nos habían cobrado todo tipo de precios, según estuviéramos en condiciones de regatear o no. Una distancia de unos 5 ó 7 kilómetros nos había costado, desde Ram Ghat, en el centro, 15 rupias por persona. La estación de tren estaba a unos 10 kilómetros. Como muchísimo habría costado 20 por persona, sino menos. Por eso decidimos pagar 50, ya que compartíamos el vehículo con ocho pasajeros má: 8 pasajeros x 20rps = 160rps + 50rps (nuestras) = 210 rps.)

No nos habíamos olvidado de la estación; de hecho, la temíamos. El impacto que nos causó cuando llegamos la primera vez, la gente amontonada entre la basura amontonada y los mosquitos, y el olor, son una de las cosas que no voy a olvidar nunca de este viaje. Apenas se podía entrar en la estación, de tanta gente como había durmiendo en el suelo. Pero peor que eso era que no había ningún panel de ninguna clase indicando los trenes, y la oficina de "Enquiry", que es a dónde hay que ir a preguntar cuándo viene el tren y por qué vía, estaba cerrada. Por suerte, Chitkut no es Haorah, y solo hay una vía, así que simplemente tendríamos que estar muy muy muy pendientes de cada tren que pasara.

Entramos, de alguna manera, serpenteando entre los durmientes, y divisamos un puesto de té. Teníamos hambre, no habíamos cenado mucho (en un dhaba terrible del que todavía me soprendo que no enfermáramos...). Compramos un paquete de galletas maría con el té, que nos terminamos en un plis. Mientras comíamos las galletas, charlando animadamente para intentar olvidar la situación en la que nos encontrábamos, una mujer mayor se levantó del suelo y llamó a Charline con unas palmaditas, diciendo algo en hindi que Charline no entendió. Y cogió el paquete de galletas y le ofreció una, pero la mujer la rechazó. Volvió a decir algo, y escuché con atención: nos estaba preguntando qué hora era. Menuda metedura de pata...

Avergonzadas (con razón), buscamos un sitio donde sentarnos, lo cual resultó muy difícil, porque como os he dicho, apenas se podía andar. Esto es algo que también he visto en Haorah por la noche, y en casi cualquier estación de tren grande (también en Bubhaneswar y en New Jalpaiguri), pero en esta pequeña estación, la aglomeración de gente resultaba irreal. ¿A dónde iría toda esta gente?

Encontramos una columna con una base alrededor, en la que había sitio para dos. A nuestro alrededor, familias enteras dormían juntas, sobre mantas o plásticos dispuestos en el suelo, con sus bolsas como almohada. A los pies de Charline había una especie de sadhu, barbudo y vestido de naranja, que de vez en cuando se levantaba para mear sobre las vías del tren impunemente y a la vista de todos. Detrás de él, una familia compuesta por dos hombres (que debían ser hermanos), la esposa de uno de ellos y su hijo, intentaban dormir. Aunque no hacía frío, los hombres estaban bien envueltos en sus mantas, mientras que la mujer, abrazando al niño, tenía que desenvolver su sari para taparse bien los dos. A su lado, otra mujer dormía con su marido, con una bolsa de deporte como almohada. En un momento la abrió, no sé para qué, y vimos que estaba llena de billetes de diez rupias. Si realmente estaba llena, en esa bolsa había muchísimo dinero. ¿Tendrían billete de tren?

Dos familias cerca de mí llamaron mi atención. Una de ellas era una familia grande, formada por una mujer, sus dos hijos ya adultos, las esposas de estos, y un niño pequeño. La suegra, de piel pálida comparada con sus nueras, vestía un sari violeta y dorado con bordados de abalorios. Con el pallu (la parte del sari que cuelga por la espalda) cubriéndose la cabeza, tenía una mirada altanera. Sus hijos, vestidos con camisa y pantalones grises, sonreían y jugaban con el niño pequeño, mientras las dos nueras preparaban lo que iba a ser su cama común: extendían bien la tela sobre el suelo, desdoblaban las mantas, colocaban las bolsas-almohada, abrían algo para comer...la suegra observaba sus movimientos como si estuviera en una torre muy alta, sin sonreír en ningún momento.

La segunda familia era más pequeña: dos hombres y la esposa de uno de ellos. De nuevo, me llamó la atención la mujer: después de prepararles la cama a su marido y cuñado, con mantas debajo y encima, e incluso cubriendo la bolsa, y después de asegurarse de que estaban bien tapados, ella se echó al suelo desnudo y sucio envolviéndose por completo en su sari sintético y anaranjado, para no tocar el suelo con la piel. ¿Dónde estaba su manta? ¿O su almohada?

Pensando mil cosas tristes sobre la situación de la mujer en India, se acercó un tren. Pero no era nuestro tren, y menos mal, porque la gente de nuevo intentaba subirse incluso en el techo. Nosotras teníamos una reserva para 3A (tercera clase con aire acondicionado), en la que hay un guardia que no permite entrar a la gente sin billete (a diferencia de en Sleeper Class, donde nadie mira nada, ni quiere mirar), así que no tendríamos que temer eso: lo que temíamos era dormirnos y que se nos pasara nuestro tren, o que no consiguiésemos entrar en 3A al no tener tiempo de sortear a los durmientes.

De vez en cuando un policía, que paseaba por la estación, se paraba delante nuestra, sin hablar, antes de volver a andar. Pero en general, nadie nos hacía ni caso. El tiempo pasaba y ningún otro tren venía, ni se anunciaba nada. Fui a preguntar al puesto de té (porque no había ningún encargado de nada al que preguntar), y me dijeron que el tren vendría, pero me podrían haber dicho cualquier cosa.

Entonces, no llegó el tren: llegaron los monos.

No sé de dónde, pero un grupo de monos apareción colgándose por las vigas del tejadillo del andén, chillándose unos a otros y peléandose entre ellos. Nosotras, como todos los demás, mirábamos a los monos dispuestos a salir corriendo si la cosa se calentaba. Algunos bajaron al andén y mostraban los dientes...Y así como vinieron, se marcharon.

El tiempo pasaba muy lento en Chitkut, quizá por que era de noche, quizá porque había demasiados estímulos en la estación que impactaban en nuestras mentes. No éramos capaces de hablar tampoco, sólo pensábamos e intentábamos no dormirmos. El tren llegaba tarde, como siempre, pero...¿cuándo?

A lo lejos, después de no sé cuánto tiempo, vimos una luz, y el ruido inconfundible de un tren que se acercaba. Al principio pensé que no era nuestro tren, porque el nombre no coincidía, pero el número sí. Decidimos probar suerte y corrimos hacia la parte delantera de la estación, por dónde había pasado el vagón de 3A. Era nuestro tren. Dejábamos a Chitkut atrás, a sus durmientes, a sus cucarachas voladoras, a sus familias tristes y a los monos enfadados.

Dentro del tren, no sé cómo, en la oscuridad y con las cortinas de los compartimentos cerradas, dimos con nuestras literas a la primera. Enseguida nos trajeron sábanas y una almohada (ventajas de las clases superiores), y nos preparamos para dormir. No nos costó mucho. De hecho, lo que nos costó fue levantarnos. De repente, a los cinco minutos (o eso me pareció a mí) de cerrar los ojos, una mano me sacudió.
- Hey, wake up!

Era el limpiador del vagón. Estaba totalmente vacío. Sólo quedábamos Charline y yo. Ya estábamos en Khajuraho, nuestra siguiente parada, y el limpiador nos miraba de mala manera, porque quería recoger nuestras sábanas. Corriendo, todavía medio zombies, salimos con la mochila al hombro sin saber muy bien ni dónde estábamos.

Ni dónde estábamos (una estación nuevísima y limpísima, otro shock), ni qué hora era, ni...¿dónde estaba mi mp3?

Seguramente en el vagón 3A...además de sábanas, el limpiador iba a llevarse una buena propina!

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