Aunque ya empieza a parecerme normal pasar las navidades fuera de casa, sola, sigue siendo algo que odio con todas mis fuerzas. De repente, todas esas comidas familiares llenas de discusiones absurdas y en la que sobran los postres de tanta comida como hay en la mesa, todos esos días oscuros, de frío húmedo que te perfora los huesos, de viento y lluvia y niebla, todos esos anuncios navideños edulcorados y sexistas, parecen el paraíso. Echas de menos el incordio de tener que ir comprar regalos, de pasarte horas envolviéndolos y inventándote lacitos de adorno que marquen una diferencia entre tus regalos y los del resto, porque en general, lo que va a dentro, viene a ser lo mismo de todos los años. Echas de menos las colas en la panadería para ir a comprar mazapanes "caseros", el olor a almendras que impregna las calles y las cocinas, las luces que deslumbran a los conductores y causan accidentes. Y los villancicos. De repente, te descubres cantando "Campana sobre campana" en la ducha, y no sabes cómo ha sido que la Navidad ha venido.
Sin embargo, este año, he descubierto un tratamiento paliativo para la nostalgia navideña: pasarla con otra familia. Aunque sea una familia que ni siquiera celebre la navidad.
Aritra me invitó a pasar unos días en su casa, precisamente estos días navideños, Nochebuena incluida. Yo acepté, encantada de poder pasar las navidades en un lugar diferente, y además, en plan familiar, por variar un poco. Y aún encima, por si hicieran falta más razones para aceptar, la casa de mi amigo está en Lalgola, en Murshidabad, una zona donde hay multitud de monumentos históricos, y que tiene una importancia fundamental en la historia de India: allí tuvo lugar la batalla de Plassey.
En esta zona de influencia musulmana, en la que los Nawabs eran los gobernantes, los franceses, holandeses y portugueses habían instalado pequeños puestos comerciantes. Pero llegaron los ingleses, con Robert Clive al frente, y le plantaron cara al Nawab del momento, Siraj-ud-Dhaula, que se negaba a pactar con ellos. Fue una pequeña batalla, pero la mitad del ejército del Nawab desertó en plena lucha, abandonando las filas, pensando únicamente en los sustanciosos beneficios ofrecidos por los ingleses si se pasaban a su bando. Así que los indios perdieron esta pequeña batalla en una esquinita del país, que resultó ni más ni menos que en la colonización de todo el subcontinente. Claro que esto, ellos que luchaban, no tenían manera de saberlo todavía.
Salimos a las 6.50 de la mañana de la estación de tren de Kolkata, la más moderna (ni Sealdah ni Haorah) y la más al norte, con un frío que pelaba, en el Hazarduari Express. Tras cuatro largas horas de viaje, en las que un grupo de mujeres bengalíes no dejaba de reírse ruidosamente, con la solidaridad de quien no quiere que nadie duerma en todo el vagón, los vendedores de cosas no dejaban de pasar pregonando su mercancía, y en las que los vecinos de asiento resultaron ser editores una revista literaria (como no podía ser de otra manera, aquí en Bengala), de la que nos regalaron dos ejemplares, uno a cada uno, y se interesaron por los poemas de mi amigo, por fin llegamos a Lalgola. Una pequeña estación rodeada de campos de mostaza y de plátanos:
Campos dorados de mostaza, no de trigo.
Allí en la estación tomamos un pequeño bici-rickshaw, cruzando el mercado, hasta llegar a su casa.
La verdad es que no sabía que esperar, pero no me esperaba lo que encontré. Rodeado de un muro blanco, una puerta metálica en blanco y negro, bajo un arco negro, daba paso a un espacioso patio, con árboles plantados sin ton ni son, una fuente que bombeaba agua, como las que hay en Calcuta por la calle, y un pozo abandonado. En el terreno había dos casas unidas por una galería enrejada. Desde la galería nos saludaban tres o cuatro caras desconocidas para mí, aunque identifiqué una enseguida: la madre de Aritra. La puerta de una de las casas estaba abierta, y entramos por ella. La planta baja estaba como abandonada, en penumbra, y tras abrir una reja, subimos las escaleras hasta la primera planta. Allí estaban la madre y el tío de mi amigo, y al otro lado de una reja, la tía y una de las sirvientas, una mujer que parecía más bien un cadáver envuelto en un sari.
Tras los saludos y las presentaciones, me llevaron a una habitación con sillas y una televisión grande de tubo, tapada por una toalla. En la habitación, el tío, Anup, un hombre que al que la palabra bonachón le iba como anillo al dedo, me presentó las fotos que adornaban la habitación: una foto del difunto padre y de la madre de mi amigo cuando eran jóvenes (guapísimos) y de la abuela. Allí dejé mis cosas, y me llevaron a otra habitación al final de la baranda, el comedor. Allí, había un par de sillas, una mesilla, una mesa de plástico con un mantel de hule, una cama doble al lado de la ventana, un par de armarios y una nevera, más fotos familiares y un dibujo de la abuela, ya viuda, envuelta en un sari blanco y sin blusa.
La casa tenía sólo una habitación más, la de Aritra, la más grande con diferencia, tras la que también había un balcón acristalado desde el que se veía su escuela, más casas, un lago que fue grande, y un montón de basura por la que pastaban unas cabras vestidas con chaquetas y camisas viejas, como para protegerlas del frío. En medio del comedor y la habitación, había un pequeño pasillo que hacía de cocina.
Además de la madre y los tíos de mi amigo, los otros habitantes de la casa eran unos diez gatos, algunos apenas bebés, todos con su nombre, aunque sólo recuerdo a Bhutu, una gata blanca con una mancha negra en la cabeza, y a Kalua, su hija, una gata blanquinegra muy inquieta, que más que maullar parecía que balaba.
El pasillo que une y divide las dos residencias.
¡Qué monos!
Me habría llevado a este pequeñín a casa si pudiera tenerlo en la Guest House...
Me prestaron ropa de cuando Aritra era adolescente para cambiarme y andar cómoda por casa, y me quedaba como un guante, sorprendentemente. Debía de ser un chico muy delgaducho. Enseguida la madre hizo té e intentaron que comiera algunos dulces, que es la habitual muestra de hospitalidad, aunque enseguida se hizo patente que no me gustan los dulces bengalíes y el resto de los días y de las visitas familiares, el tío Anup se las pasaba explicando, entre risas, que como muy sano y que me gusta el té con mucho jengibre, y que mejor no intentarme darme dulces, sino unas galletas.
Tras la comida casera (arroz, lentejas, patata cocida, pasta de semillas de amapola - "posto"-, y unas verduras), descansamos un rato. Mientras todo el mundo se echaba la siesta, yo me dediqué a leer y a pasear por la casa. El la planta de arriba, había un baño y una pequeña habitación con cinco ventanas. También una gran terraza, donde colgaban la ropa. Hacía un viento frío y se veía bajar la niebla a la vez que bajaba la noche.
Por la tarde, empezaron las visitas familiares. Todos estaban avisados de que tenían una huésped extranjera, y estaban deseando conocerme. Así que primero fuimos a casa de otra tía, una casa que también parecía grande, pero que como estaba encajonada en medio del pueblo entre otras casas, no vi más que una entrada estrecha en la que nos sentamos y tomamos té. Mientras hablaban en bengalí, me entró un sueño horrible (la noche anterior no había dormido nada, y había sido incapaz de echarme la siesta), y me quedé dormida en la silla durante casi una hora. Pero les pareció gracioso y querían volver a invitarme, aunque no había tiempo para más: quedaban todavía muchas otras visitas programadas para los días siguientes.
Después, fuimos a un cine local. Estos días se había estrenado una película bengalí basada en una famosísima novela de uno de los novelistas bengalíes más aclamados, del que ya hablé en aquella entrada de hace ahora un año, cuando fui a Bongaon y crucé la frontera con Bangladesh: Bibhutibhusan Bandhopadhyay. El año pasado visité su casa, luego intenté leer Chander Pahar, una de sus novelas de aventuras, y este año sacaron una película - la más cara de la historia del cine bengalí - basada en esta misma novela. El actor de moda de las películas románticas, Dev, había sido elegido para encarnar al protagonista, y Aritra no hacía más que protestar por la elección, porque era demasiado fuerte, alto y guapo para hacer de un chico pobre de pueblo que acaba convirtiéndose en un explorador en África.
Pero teníamos ganas de ir a ver la película, así que fuimos mi amigo, su tío, un primo y un amigo de su primo, y yo, a un cine, como digo, local. Un cine pequeño, con un patio de butacas y un gallinero minúsculo, de sillas como de sala de espera en hospitales. En las paredes y en el techo, que estaba recubierto de un entramado de fibras de bambú, colgaban ventiladores (no hay aire acondicionado aquí), aunque en invierno no hacía falta encenderlos. La pantalla era una gran sábana blanca colgada en la pared. La entrada valía 25 rupias.
La película daba pena. Duró tres horas, y todo lo que se gastaron en ir a filmarla a Sudáfrica, y en efectos especiales, repercutió en la calidad del guión, que parecía más bien una colección de viñetas de la novela, en lugar de una historia que pretendía ser lineal. Además, la dirección era malísima, la cámara imitaba a la de las telenovelas indias, que encuentro especialmente desagradables. Las telenovelas indias (y Chander Pahar), se caracterizan por movimientos de cámara repetitivos en los momentos dramáticos, que enfocan al mismo personaje tres o cuatro veces desde el mismo ángulo, acercándose hasta primeros planos de esos en los que se notan hasta las arrugas, un abuso de la música emotiva, y en los planos de acción, movimientos inconexos de la cámara que no dejan ver bien el fluir de la historia, que parecen cortados con un hacha. Se hacía difícil entender la película con aquellos movimientos rápidos y desconectados unos de otros, tan pronto enfocaban una cosa como la otra y no se veía ninguna razón para ello. Además, estaba todo en bengalí, sin subtítulos, con una aburrida voz en off contando la historia del protagonista en tercera persona sobre una primera persona y que no era la voz del actor en los diálogos. Total, un coñazo horrible. Dormité casi toda la película, despertándome sólo cuando Aritra o su tío intercambiaban diálogos llenos de indignación ante los cambios hechos en la novela o a los personajes.
Salimos casi a las 11 de la noche del cine, y hacía un frío cortante en la calle. La madre nos esperaba impaciente para servirnos la cena, que pasamos comentando lo mala que había sido la película y lo mucho que yo había dormido todo el tiempo.
Al día siguiente, empezamos la ruta turística por los lugares históricos. No están en Lalgola propiamente, sino en Lalbagh, a unos 50 minutos en coche. Allí vimos monumentos, mezquitas, templos, palacios y casas museo:
La explicación a Katra Masjid por la Archeological Survey of India
Las puertas de la mezquita
Detalle de la decoración (lo que queda, porque está casi destruida) del interior de la mezquita. Esto fue en su tiempo, una celosía.
No podían haber destrozado el techo de una manera más perfecta. ¿O quizá ya la construyeron así?
Arcos y ventanas
Los soldados aquí apostaban jugaban en el suelo a juegos parecidos al parchís.
La tumba del sanguinario y odiado Nawab, debajo de las escaleras y plataforma de la mezquita, para que todo el mundo lo pise.
Mezquita en Moti Jhil, un lago, visto a través del arco de entrada de un pequeño cementerio musulmán-cristiano.
Niños jugando en la mezquita abandonada.
Hazarduari, o el Palacio de las mil puertas. Dentro hay un museo con una enorme colección de todo tipo de cosas de todas partes del mundo que vale la pena ir a ver. Pero no hay fotos, porque no dejan pasar con la cámara ni con el móvil.
Farolillos en Hazarduari.
Explicación de la ASI a la tumba de la odiada hija del odiado Nawab. Cuenta la leyenda que comía pulmones de niños creyendo que así se curaría de su tuberculosis. También han edificado su tumba bajo unas escaleras, para que todo el mundo pase por encima de su cadáver.
Pero le han construido, a pesar de todo, un jardín precioso encima.
Esta es la casa museo del comerciante marwari (no bengalí) Jagat Seth. Era multimillonario, para la época, mucho antes de la independencia. Y hoy en día, también lo sería.
El atardecer en el jardín de Jagat Seth.
Templo Jain dentro de los jardines de Jagat Seth.
Después de tanto recorrido turístico, fuimos a más visitas familiares. Otra enorme casa con un pequeño jardín, y tíos, tías, primos y primas y gatos viviendo en sus habitaciones. Allí no me dormí, y de nuevo el tío Anup se puso a explicar mi preferencia por el té con jengibre y mi poca afición a los dulces, cosa que les parecía increíble a las tías. ¿No vas a comer nada?, me decían, y yo respondía "Es que no tengo hambre", y se reían como si hubiera dicho un chiste, como si que hiciera falta tener hambre para comer fuera un chiste. Al final, acepté unas galletas.
Por fin en casa, tras refrescarnos y cambiarnos, nos pusimos a charlar y ver las fotos (como las que habéis visto arriba) y concursos de la tele con la madre. Al día siguiente, planeamos ir al río Padma, que hace a su vez de frontera con Bangladesh, y que es la fuente de los pescados que los bengalíes tanto les apasionan, aunque, a su vez, se le llama el río de la destrucción, porque su curso cambiante ha arrasado pueblos enteros más de una vez.
Lo cierto es que la visita al río fue lo más bonito del viaje.
El azul desemboca en el azul. Cuál en cuál, todavía no lo sé.
Atardecer con los pescadores al fondo
Para no olvidar que el río es la frontera con otro país. Con la otra Bengala.
¿Alguna vez habéis visto algo así? Yo, no.
La última tarde en casa de Aritra, después de tomar más té con jengibre y galletas, pelearnos con los gatos, y conversar de todo un poco, pregunté por los álbumes de fotos de la familia. Al principio mi amigo y su madre me miraban como si hubiera salido de un manicomio, y rezongaron un poco, pero acabaron sacando dos bolsas llenas de fotos en blanco y negro, negativos y álbumes de debajo del colchón.
Algunas fotos databan de los años 50, pequeñas estampas en blanco y negro, creo que llegamos hasta finales de los 80 en la cronología familiar. Algunas eran preciosas, auténticos documentos visuales de la época, con mítines políticos, estaciones de tren, tradiciones religiosas y pequeñas escenas de la vida diaria fotografiadas. Poco a poco, a medida que salíamos de los sobres llenos de fotos en blanco y negro y entrábamos en los álbumes de fotos en color, éstas cosas desaparecían para dejar paso a las fotos de los cumpleaños. En especial, del cumpleaños del primo de Aritra, que vive en la casa adyacente: un chico al que llaman "Yisu" (es decir, "Jesús"), ya que su cumpleaños es precisamente el 25 de diciembre. Aunque creo en su carnet de identidad dice que se llama Dev.
Parece que el padre de mi amigo estaba a punto de empezar a cantar una canción de una película de Bollywood con la voz de Kishore Kumar
Aunque sin la voz de Kishore Kumar, ya que el padre era un buen cantante de Rabindrasangeet (canciones compuestas por Rabindranath Tagore), y de hecho componía sus propias obras y sacó un casette - aquellos tiempos-. Aparte, escribía relatos de ficción y era profesor en un colegio público.
Una estampa de la vieja Calcuta, cuando todavía era "Calcutta", y no "Kolkata".
Victoria Memorial
Estampa de una estación de tren, posiblemente, Lalgola. No hay nadie conocido en la foto. En aquellos tiempos, gastarse una foto en fotografiar "cualquier cosa sin razón aparente", debía ser todo un atrevimiento.
La madre de Aritra de joven, en una serie de fotos en las que me recuerda a Sharmila Tagore.
De película, ¿no?
Jeje, espero que mi amigo nunca vea esta entrada en el blog, o me mata por sacarle en esta foto...
La cena de Nochebuena fue, sin ceremonia alguna, una riquísima ensalada, paneer en salsa con guisantes, y un poco de pan, para mí, mientras que los demás tomaban una típica comida bengalí:
Arroz blanco cocido, huevo cocido, patatas con pasta de semillas de amapola (alu posto), y lentejas amarillas (dal). La ensalada sustituye a las otras verduras que tocarían en el plato. De postre, unos dulces bengalíes. Bueno, he de reconocer que yo me comí medio. Fue todo un esfuerzo.
Nos acostamos temprano: al día siguiente, teníamos que tomar un tren a las 05.50 de la mañana. Así que, a las 23.00 estábamos ya en la cama. Me dormí enseguida, la verdad. A las 4.15 ya estaba en pie, y terminé de empacar mis cosas en la mochila - regalos incluidos (una reproducción de un palanquín con dos esclavos, llevando a alguien importante, tallados en una especie de maderita blanda)-, de vestirme, de ver a la madre de Aritra prepararnos té, de todo. Me senté a esperar: mi amigo siempre ha sido tardón, pero esta vez, se pasó. Se pasó tanto, eran ya las 05.30, que salimos de casa casi corriendo y sin apenas despedidas, cruzando las calles a paso rápido. El tío Anup, que había insistido en acompañarnos, se nos quedaba detrás. De repente vimos un ciclo-rickshaw, y nos subimos a él, dejando al tío Anup, que se quedó triste por no poder venir con nosotros.
Le preguntamos al conductor a qué hora salía el Bhagirathi Express:
- Panchta chollis.
Es decir, a las 05.40.
Cuando llegamos al andén de la estación, el último vagón del tren nos despidió con un pitido irónico. Lo habíamos perdido por los pelísimos.
Nada que hacer. Nos iríamos en el siguiente. Miramos la lista de trenes, inscrita en las paredes de la estación. Allí estaba nuestro tren, el Bhagirathi Express, con una etiqueta que decía "40" pegada encima del horario original. No la vimos cuando fuimos a comprar el billete. Y no, el billete no dice la hora de salida del tren. Ni siquiera dice el nombre del tren.
De hecho, eso es, en realidad, una ventaja. El siguiente tren pasaba a la media hora, más o menos, a las 06.25. Preguntamos en la ventanilla, para cancelar este billete y comprar otro, pero el vendedor nos dijo que no era necesario: el billete valía. ¿Y por qué valía, si era para otro tren? Pues porque los dos van en la misma dirección, los dos son exprés, y de hecho, este nuevo tren hace un recorrido de 250 kilómetros (a la estación de Kolkata) mientras que nuestro primer tren lo hacía de 270 (porque iba a Sealdah). Así que en realidad, nosotros, al haber pagado por un tren exprés en dirección a Calcuta a una distancia de 270 km, habíamos pagado incluso más dinero que por los 250 km del otro tren que al que queríamos cambiarnos. Aritra y yo nos mirábamos incrédulos. ¿En serio? Que sí, que sí, insistía el vendedor:
- Que no vais a tener ningún problema, os lo aseguro (jhamela hobena). Que no pasa nada. Y si os dicen algo, me llamáis y yo hablo con el revisor. Tomad, este es mi número de móvil y mi nombre.
Y allí delante nuestra arrancó un pedazo de papel de un extracto bancario y nos escribió su nombre y teléfono.
Tranquilizados, volvimos al andén a esperar el tren, que llegó mucho antes de su hora de salida. Estaba vacío. Salió tarde. Desayunamos té, pan con mantequilla y huevos cocidos en el tren. Poco a poco se fue llenando de gente, hasta que no cabía ni un alfiler. Y todavía nos quedaba viaje.
Decidimos cambiar de tren antes de llegar a Calcuta, tomar un tren local, e ir directamente a Sealdah en lugar de a la estación de Kolkata, que está más lejos. Además, es más fácil encontrar transporte para ir a cualquier parte de la ciudad desde Sealdah, y no nos quedaba demasiado lejos a ninguno de los dos. Nos bajamos en Noihati, y a los dos minutos, ya venía un tren local camino a Sealdah. Pero con todo, acabamos por llegar a Calcuta unas siete horas después de salir de Lalgola.
Si no hubiéramos perdido aquel primer tren, habríamos estado en Sealdah en cuatro horas.
Pero a cambio de perder un tren, vi a un hombre vender revistas apasionadamente (Viajes! Revista de Viajes! Sepa usted cuáles son los mejores lugares para sus próximas vacaciones! Ofertas de viajes! Bonitas fotos! Sólo veinte rupias! Revista de ordenadores! Conozca los mejores programas! Aprenda sobre ordenadores! Con cd incluido! 50 rupias!), a un cantante deambulante de tren en tren, con su altavoz y micrófono en mano, y a un intérprete de Rabindrasangeet que tocaba en un minisintetizador, como de juguete, acarreando su altavoz, también saltando de tren a tren.
En definitiva, unas grandes Navidades.