Vamos a escribir hoy una entrada un poco distinta. Nada de fotos, anécdotas, etc. Voy a permitirme reflexionar un poco sobre algo en lo que llevo pensando unos días: los efectos de la experiencia de vivir en el extranjero.
Como sabéis, tengo una compañera de residencia y de trabajo francesa que ha vivido en otros países europeos y que ya había estado trabajando en India anteriormente. Compartimos muchas cosas, además de intereses lingüísticos y culturales, profesión y esas cosas, compartirmos algo que es muy valioso, la experiencia de vivir en otros países. Y esto nos une más de lo que nos une cualquiera de las otras cosas.
Cuando llegas a una ciudad nueva, sobre todo cuando es extranjera (porque, si bien dentro de un mismo país las ciudades también pueden ser distintas, en otro país se notan mucho más las diferencias), uno no entiende nada. No entiende la ciudad. ¿Qué pueden ser esos edificios altos? ¿Y esas tiendas? Especialmente cuando no entendemos la lengua o el alfabeto en el que están escritos los carteles de las tiendas y los nombres de las calles o de los edificios. Eso parece un centro comercial, pero a lo mejor es un edificio de oficinas, o un museo moderno, o simplemente un edificio lleno de apartamentos. Todavía no entendemos el diseño de la ciudad. Nos parece fría y vacía de significado, más allá de no entender el idioma del país, lo que no entendemos es el idioma en el que está escrita la ciudad. Los conceptos que se esconden detrás de la planificación de calles y construcciones.
Poco a poco, a medida que empezamos a vivir en la ciudad, aprendemos su lengua, desciframos la ciudad. Entendemos porqué esto es así o asá, o a lo mejor no lo entendemos de verdad pero empezamos a aceptar la posibilidad de que la ciudad puede ser de otra manera. En la magnífica obra de Italo Calvino a la que ya me he referido más veces, Las Ciudades Invisibles, hay un capítulo en el que habla de una ciudad en la que el viajero, cuando llega, ve los edificios y las calles y cree que esto es una iglesia, aquello una casa, lo de más allá un edificio gubernamental, el otro un establo de animales; pero cuando el viajero entra en la ciudad para comprobarlo, descubre que nada es como creía y que lo que pensaba que era una iglesia en realidad es un establo, y así sucesivamente, sus concepciones acerca de la ciudad resultan ser equivocadas. Es un poco lo que pasa en una ciudad extranjera, al principio.
Luego, cuando por fin entendemos el lenguaje de la ciudad, además empezamos a experimentarla. A vivir la ciudad (cuidado que he quitado la preposición, no digo vivir en la ciudad, sino vivir la ciudad). Ahora, aquello que sabemos que es una tienda es además nuestra tienda del pan, o del café, o del periódico o lo que sea y el otro edificio que sabemos que es un restaurante es nuestro restaurante de los viernes, lo que sabemos que es un parque es el parque donde paseamos por las mañanas o donde quedamos con Fulanito o Menganita. Le damos significado a las partes de la ciudad. Estamos escribiendo nuestro diccionario de la lengua de la ciudad.
Nos acostumbramos a ella. A veces, tanto, que cuando volvemos a la que pensábamos que era nuestra ciudad, ya no la sentimos así. Nos hemos olvidado de su lengua, no podemos leerla porque ahora hablamos otro idioma, el de la ciudad extranjera. Hasta que nos readaptamos, en un ejercicio de memoria.
Sin embargo, ya no es lo mismo. No puede serlo. Ahora sabemos más, entendemos otra manera de vivir la ciudad, y por una temporada al menos, echaremos de menos a muerte la ciudad extranjera a la que nos acostumbramos, a las historias que dejamos en sus calles. Nos gustaría fusionarlas y hacer una ciudad nueva, pero seguramente, esa ciudad nueva resultaría en el fondo diferente de las dos anteriores y tendríamos que reaprender todo, de nuevo.
Cuanto más tiempo pasemos en una ciudad, más nos cuesta cambiar. Lo peor es que nadie que no haya pasado por esto puede entenderlo. Volvemos a casa con la gente que dejamos allí y no podemos explicar qué ha pasado. Te dicen: Cuéntanos qué tal allá, cómo es, qué has hecho. ¿Cómo explicar qué tal, cómo es, sino podemos hacer entender el lugar, la ciudad? Es como intentar explicar, digamos, chino, a alguien que no sabe nada de lenguas. Puedes decir cuatro cosas, cuatro simplicidades que no significan nada realmente y que al final se quedan en los estereotipos. Además, cuanto más tiempo pasas en un lugar, más difícil de explicar es. Sabemos demasiadas cosas como para contentarnos con simplificar. Alguien, creo que fue Simone de Beauvoir, pero la verdad es que no estoy segura, dijo algo así como: "Si uno está en una ciudad unos días, puede escribir un libro; si se queda un año entero, nunca escribirá nada."
Solo puedes compartir tu experiencia con otras personas que hayan vivido en otras ciudades por una larga temporada, que hayan experimentado la sorpresa inicial, la angustia de no entender nada, y la felicidad de hacer la ciudad tuya, y la tristeza y la nostalgia de dejarla, de saber que seguramente no vas a volver a vivir en ella como lo hiciste, que si vuelves será de paso unos días, y para entonces el significado de las cosas se habrá desgastado. Uno casi teme volver, por miedo a descubrir que esos lugares que eran tan tuyos han cambiado o peor, han desaparecido. Porque si ya no están, y si nadie de los que los conocían contigo están allí ya, y como no has podido explicárselo a nadie, parece que nunca hubieran existido. Podría ser todo producto de tu imaginación, nadie se daría cuenta de la diferencia. Ni la ciudad ni tú mismo.
Y esta es la razón por la que tengo este blog, y por la que cuando escribía en mi anterior blog escribía todo lo que podía acerca de Japón. Para intentar explicar las ciudades y su vida, para compartirlo, para saber yo que no todo es imaginación mía.